Por
Roberto Luis Savino
Me trajo las enchiladas en salsa verde, acompañadas de arroz, frijoles, queso blanco rayado y ensalada de lechuga, tomate y cebolla, en un plato amarillo, largo y ovalado, que - me advirtió – estaba “muy, muy caliente”. Durante la espera había abierto la servilleta que envolvía los cubiertos y le había exprimido medio limón al vaso de agua sin hielo, como siempre lo ordeno. “¿Hoy no gusta guacamole, amigo?”, me había preguntado. “No, hoy no, igual muchas gracias.” En ese momento todavía suponía que era por eso regresaba una, dos o hasta tres veces a la semana a comer en La Cascada Acapulco, porque Julieta - así se llama la mesera - ya conocía mis preferencias, y ese trato familiar me entibiaba un poco el corazón en un lugar como este, tan lejos de la patria y, como casi siempre, almorzando solo. Julieta me sonrió, se dio la vuelta y caminó hacia la cocina, al fondo y a la izquierda del restaurante. Desde mi mesa veía el tatuaje en el cuello del cocinero, un hombre alto y grueso con la cabeza afeitada, pero pronto abandoné la idea de imaginar dónde se lo había tatuado y por qué había elegido ese diseño (que ni siquiera podía ver con precisión desde mi silla, pero que parecía ser un árbol en llamas). Me quedé viendo la puerta giratoria de la cocina, que nunca dejó de bambalearse, hasta que Julieta salió, un par de minutos luego. La vi perderse, de nuevo, esta vez detrás de una de las columnas del restaurante. Escuchaba su voz, delgada y fuerte, que repetía en voz alta la elección de los comensales sentados en aquella mesa, “dos taquitos al pastor, una orden de enchiladas en salsa roja, mole con pollo… y la ensalada no más de lechuga y tomate ¿no?, nada de cebolla… ¿Algo más, amigos?”. Para entonces ya me había comido todos los nachos de la cestita que había en la mesa, y hubiera comido más si me los hubieran traído; todavía sobraba un poco de salsa. Me limpié la boca con la servilleta y seguí comiendo, lentamente.
Ya sé que no debo tomar durante el almuerzo, que luego se me hace larga y pesada la tarde, y que, aunque a veces me pongo simpático, la mayoría de las veces me quedo callado, pensando en mis saudades. Pero nadie me detuvo cuando le pedí a Julieta la cuarta, la quinta, la sexta cerveza. Pronto sentí que la sangre se me ponía valiente y decidí llamarla. Julieta se acercó, preguntándome, aún sin haber llegado hasta mi mesa, si se me apetecía “otra”. Su pregunta me desilusionó; supongo que hubiera preferido que me preguntara otra cosa, como “y ¿por qué al amigo está bebiendo hoy tanto?”, algo que me hiciera pensar que ella se interesaba en mí más allá de lo que pudiera añadirle a mi cuenta. Me dije que si alguien tenía que comenzar a hablar de algo aparte del menú, era yo. Le pedí que se sentara un momento pero se negó, y vi en su cara que ya había notado que las seis o siete cervezas habían sido suficientes, quizá demasiadas, para mí. Pero no se escabulló. Pudo haberlo hecho, pero no; se quedó allí, parada, viéndome, al parecer sin saber qué hacer. Le pregunté, “¿Tú sabías que yo también soy de México? Soy de Guanajuato.” Ella me dijo, “sí, claro que lo sé, amigo. ¿A poco no le iba a reconocer el cantadito?”. Sonrió, y entonces le pregunté, mirándole a los ojos, uno por uno, detalladamente, “y ¿cuándo llegaste al Norte, muñeca?”. Se sonrojó, o me pareció que se sonrojaba, y me dijo que había llegado en el 2001, justo antes de lo de las torres en Nueva York, y que antes de llegar aquí, a Washington, había pasado unos años en California, donde también trabajó de mesera, “en un fonda pequeñita, mucho más que este restaurante, pintada de naranja y con mesas y sillas de plástico. Yo era la única mesera.” Julieta es una muchacha joven, al menos quince años menor que yo, y aunque siempre le había encontrado atractiva, nunca, hasta ese momento, había reparado con detalle en su belleza, su piel oscura, sus ojos café, su cabello entornillado y corto, su boca de pastel. En ese momento quise tener su juventud con olor a perejil, comino y jalapeños entre mis brazos, apretándola. Me pregunté si ella se había imaginado alguna vez mi viejo pecho cubriendo su espalda. Tragué saliva antes de hacerle otra pregunta, “y ¿llegaste cómo, muñeca? ¿Eres mojada, como yo?”. Respondió que sí, añadiendo que prefería no seguir hablando del tema. “Lo siento”, me disculpé. “No, si no es culpa suya. La culpa es de Alfonso Santos Torrealba.” Por supuesto, quise saber quién era ese señor, y se lo dije. Me miró por unos segundos y, cambiado su tono alegre por uno que me pareció más bien asustado o distante, me dijo, “a ver, le explico…
Yo soy de un pueblito muy pequeño que se llama La Ventosa, que queda en las costas sureñas de Oaxaca, un lugar muy seco y, pos, bastante pobre. Allí nací, por allá en 1980, y allí me crié y viví por muchos años, primero en casa de mis abuelos, que diosito los tenga en su gloria, luego en una casita que mi mamá consiguió en las afueras del pueblo. Antes de que pregunte por mi familia” - me advirtió – “le cuento que, de niña, siempre me dijeron que mi padre fue un gran pescador, y que una madrugada salió en su bote y no regresó nunca más. Mamá me decía que había muerto en el mar, por culpa de una tormenta, y yo le creía hasta el punto de que por muchos años no quise bañarme en la playa porque pensaba que un día iba a regresar flotando, muerto.” Pausó para respirar, y ese par de segundos le alcanzaron para pasear su mirada por el horizonte, sobre el agua gris y las montañas moradas de la costa del Puget Sound. “Muchos tiempo más tarde, mi hermano, Ricardo, me contó que sí, había sido un gran pescador, pero no había muerto pescando sino que murió por culpa de…”. “¿Alfonso Santos Torrealba?”, interrumpí yo, emocionado. “No, no”, dijo ella, filtrando una blanda sonrisa. Yo también sonreí, y contuve las ganas de poner mi mano sobre la tuya, que reposaba sobre el respaldar de la silla del madera al lado de la mía. Julieta continuó contándome su historia. “Mi padre murió en el agua, pero no en una tormenta, como me había dicho mi madre, sino por culpa del trago, del tequila. Esa noche había bebido mucho, y como no había tenido suerte en la pesca ni esa semana, ni al anterior, ni la de más atrás, le dio por salir y sacar su bote en medio de la noche, completamente borracho, gritando que iba a traer pescados enormes, que nunca más nos iba a faltar nada de nada…Nadie lo detuvo y mi padre no regresó nunca más.” Qué historia tan triste, pensé, pero no se lo dije. No quería que ella creyera que le tenía lástima, aunque sí que se la tenía, sin reparar que de la lástima también puede nacer el sentimiento de protección, y de la protección la sensación de adueñamiento… y de allí a los celos y al amor es sólo un saltito, corto pero de difícil retorno. Tragué saliva, de nuevo. “Pero, entonces, Julieta, ¡no me ha dicho quién es Alfonso Santos Torrealba!” Ella respondió, asintiendo, “un momentito, un momentito, a eso vamos.” Ambos nos reímos y me di cuenta que ella se notaba un poco más relajada, menos aprensada. “La primera vez que recuerdo haber escuchado su nombre debí de haber tenido unos once o doce años, me parece,” continuó, “y desde ese momento no dejé de escucharlo al menos una vez al día, si no más. Alfonso Santos Torrealba era un señor de los más ricos del pueblo, muy influyente, dueño de muchas tierras, de animales y barcos de pesca. Dicen que también estaba involucrado en la política, pero de eso no me enteré bien nunca; era un tema demasiado complicado. Por esa época mi hermano ya se había ido de la casa rumbo al norte, a Guadalajara, buscando trabajo en cualquier cosa. A veces nos mandaba algún dinerito pero no alcanzaba para mucho y mamá tenía que coser, limpiar, y cocinar para que pudiéramos vivir y alimentarnos. Fueron tiempos muy duros, recuerdo, pero yo era sólo una niña y pensaba que la vida era así, y punto. Pero entonces Alfonso Santos Torrealba comenzó a pasar por la casa, cada vez con más frecuencia. Cuando se escuchaba su caballo afuera, mamá se lavaba las manos, se las secaba con el delantal, que se manchaba con sombras de agua, y salía a hablar con él, que nunca se bajaba de su animal y tampoco se quitaba el sombrero. Recuerdo pensar que eso debía significar ser alguien importante, no tener que bajarte del caballo ni quitarte el sombrero cuando hablabas con alguien; todos los demás en el pueblo lo hacían menos él, el gran Alfonso Santos Torrealba, ja…” Descubrí un rastro de rabia en la risa de Julieta pero no quise que desviara su relato así que insistí en que siguiera. “Y ¿para qué iba tanto a la casa Alfonso Santos Torrealba?”, pregunté, tal vez con demasiada ingenuidad. Julieta, inmediatamente, me miró a los ojos y vi que los suyos parecían en llamas. Me gritó, “¡porque mamá me estaba vendiendo!”. Su grito hizo que la poca gente que quedaba el restaurante volteara a vernos y, ella, sonrojada, se dio cuenta que otra mesa la necesitaba. “Ya regreso”, me dijo. Mi corazón tumbaba con fuerza mientras el eco del grito de Julieta se repetía en mi cabeza… “¡Porque mamá me estaba vendiendo! ¡Porque mamá me estaba vendiendo!” El cuerpo de Julieta caminó con una cadencia dulce y resbalosa a la otra mesa, se inclinó levente, y regaló una sonrisa a los comensales con los que conversaba. De ahí a la cocina, de la que salió unos minutos más tarde con un par de flanes de coco, con su cereza de adorno y dos cucharitas. Volví a tragar saliva.
Julieta regresó a mi mesa y, por su voz, supe que se había arrepentido de haber gritado aquella terrible acusación a su madre. Durante esos minutos lejos de mi mesa había recapacitado; su tono era ahora conciliador: “Como le había dicho antes, eran tiempos muy duros, aquellos. Mamá quería para mí una vida mejor, que yo pasara menos trabajo que ella, que fuera más feliz. Ya no la culpo por haber querido entregarme al hombre más rico del pueblo porque sé que, en el fondo, ella quería lo mejor para mí...
Todo comenzó una tarde,” me confió, “luego de la misa de domingo. Mamá y yo caminábamos tomadas de la mano de regreso a casa. Alfonso Santos Torrealba, al parecer, nos vio en medio de la calle de polvo, y al día siguiente mandó a llamar a mi madre. Le dijo que me había visto y que, como él sabía de mujeres, sabía que yo iba a crecer y convertirme en una hermosa mujer oaxaqueña y que, pos, me quería para él, como si los veinticinco años de diferencia entre mi edad y la suya no importaran, y ¡sin siquiera preguntarme a mí primero! Mi madre estaba asustada y aceptó, la pobre, haciéndole prometer primero que él debía esperar a que yo cumpliera los quince años y que, luego, debía asegurarse de que yo y ella no pasáramos ningún trabajo. Alfonso Santos Torrealba aceptó, desde luego. Él siempre se salía con la suya…” Me di cuenta que el rencor de Julieta tenía también algo de admiración. ¿Cómo era Alfonso Santos Torrealba, no el personaje, el mito, sino el hombre? Le hice esa pregunta y, para mi sorpresa, la respuesta de Julieta fue suave, nostálgica. “Nunca lo conocí bien. Lo recuerdo montado en su caballo, alto y con una mirada de fiera. Sus bigotes eran cortos y afilados, y en su voz había una fuerza distinta que te obligaba, de alguna manera, a obedecer. Siempre cargaba una pistola pero nunca supe si alguna vez tuvo que usarla. Era un hombre respetado pero se decía que no era muy honesto, que tenía negocios extraños por aquí y por allá. Pero, sobre todo, era un hombre que sabía lo que quería, y que no descansaba hasta conseguirlo. No se lo ocultaba a nadie, además. Por eso es que, cuando yo cumplí los quince, ya todo el pueblo sabía que iba a venir a buscarme. Creo que yo fui la última en enterarse, pero cuando lo hice tuve mucho miedo, y así fue como el día de mis quince, antes del anochecer, salí de casa, corriendo… Y, fíjese, hasta aquí he llegado. Pero no le miento... Mi sueño tampoco era ser una mesera en esta esquinita del mundo, no. A veces me pregunto ¿Sabe? A veces me pregunto… ¿Qué hubiera pasado si con mis quince años me hubiera montado en el caballo de Alfonso Santos Torrealba? ¿Sería hoy la dueña y señora de La Ventosa?” En sus ojos, igual que como ocurre en el cielo, había un aviso de lluvia, de tormenta. Antes de que llorara puse mi mano sobre la suya y le dije, “todos, alguna vez, hemos salido corriendo. Lo difícil no es escapar sino saber cuándo hay que detenerse…” Julieta no movió su mano y supe que, en ese momento, yo era Alfonso Santos Torrealba.