Querida Anna:
Hubiera preferido omitir este participio pasado que inaugura mi carta, en nombre de la dignidad. Pero el respeto hacia tu persona, corresponda o no su merecido aprecio, permanece aún en mí y me acompaña como hombre, incluso, en los momentos más fríos de mi vida.
Aquel sábado de agosto, el aire cenaba con los hechos de un pasado y, nosotros, contemplamos el mar con la misma edad que cuando nos conocimos. Corría el viento por la bahía con una fuerza mansa y solemne. Vino a vernos y se quedó. Huía entre tus rizos libre y mi mano lo detuvo como el cuco de un reloj hacia las doce . Las caracolas y las medusas dormitaban en la orilla misma de la playa. Iniciamos el andar hacia un faro rojiblanco. Cerca del agua, las tumbonas y los niños marcaban la geografía del verano, los barcos de recreo se fundían con el verde espeso y la marea. Los dos vimos, la entrada de la tarde sin dar tregua a ningún vocablo; éramos, un uno de dos, y dos cuando quisimos ser uno. Fue una jornada con la memoria de un amor que siempre hubo.
¿Por qué esta alegoría a un paisaje que ya no existe? ¿ Por qué te nombro repetidas veces el estío en este enero de peces muertos? .
Estoy seco Ana. Lacio de ideas. Si algo necesito de ti es una silla: escucharte será un privilegio para mis manos dulces.
Atentamente decirte:
... no iré amor; pesa demasiado tu sombra .
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