La reunión mensual espera por los que degluten platillos en el café o llegan tarde, mientras el resto acomoda sillas formando un círculo y en una hoja informal se pasa revista del orden de llegada de los participantes. La lectura seguirá esa misma disposición. Por fin los concurrentes se comienzan a sentar y se elige al moderador de la sesión. Alguien lee las reglas del taller al mismo tiempo que los demás se saludan, comentan sobre los zapatos, la ropa y el peinado de su vecina de silla.
El orden, que indudablemente apasiona al hombre desde el inicio del tiempo, no se alcanza con reglas escritas. A pesar de que las reglas del taller son bastante claras… se pueden sumarisar en: mantener el respeto hacia el trabajo ajeno, no interrupciones mientras otros leen o emiten su opinión, no defenderse de las opiniónes recibidas, entre otras. Sin embargo, llegado el momento de la crítica, el autor cree necesario defender su trabajo, o el que emite una opinión, defender la misma del otro que estima lo contrario. El tiempo limitado, entre dos horas o dos horas y media, lamentablemente se pierde en comentarios repetitivos y defensas inútiles. A los últimos lectores no les queda más remedio que pasar por alto las normas, leer de prisa y recibir un mínimo de atención.
¿Qué provoca el conflicto, la digresión? Si el texto se observa como algo “mío”, que me pertenece y me califica, se produce invariablemente esa actitud defensiva. Pero si por el contrario, el texto es visto como un ente separado, que no prueba ni clasifica al autor [al menos en el momento de recibir la crítica] entonces éste se sentirá libre del juicio y lo escuchará atentamente sin intervenir. Al fin y al cabo, una opinión es sólo eso: un juicio emitido en el cual subyace el factor subjetivo del que lo emite, o sea, una opinión no es un veredicto absoluto sobre el autor o su obra.
La actitud que salvará este taller es la tolerancia ante las diferencias y el respeto absoluto. Nadie quedará absuelto de recibir en su momento una crítica constructiva, como tampoco estará excento de algún comentario absurdo, pero el hecho de verlo como tal no tiene que devenir en discusión, no es ese el fin de “tallerear” textos apuntalados entre el movimiento natural de una libreria. El fin del taller, al menos el que le he encontrado después de pasar por tantas batallas, es el de preámbulo o laboratorio para observar las reacciones que puede despertar un texto antes de parirlo al mundo.