Por Omar Villasana
Carolina se detuvo un momento y observó por última vez a Joaquín, quien si acaso no estaba dormido su respirar era tan profundo que exhalaba grotescas cacofonías. El sexo no había sido nada fuera de lo común salvo la certeza de saber que había tomado un riesgo al aceptar la invitación de un desconocido. Lo que más le llamó la atención de Joaquín no fue su porte ni la serie de historias que ella estaba segura inventaba con el afán de llevarla a la cama. No podía recordar con detalle la conversación pero si le había sorprendido que en lugar de las trilladas frases de ligue fácil Joaquín inició la charla haciendo referencia a un terrible dolor de muelas que le aquejaba.
Ambos tomaban una copa en el Bar Arte, el cuál según Joaquín, el mismo había bautizado, y contrario a su voluntad, era mayor la frecuencia con la que se encontraba tarde tras tarde, varado en el mismo lugar. Pero en esa ocasión se adivinaba en los ojos de Joaquín su deseo de remontar otros puertos y sumergirse en un oleaje de sábanas.
Carolina dudó en dejar el número de su celular al lado de la cama, en su lugar tomo un jabón marca Rosa Venus del baño. No por el hábito que tantas personas tienen de llevar consigo los objetos de tocador de los hoteles sino como prueba para poder presumir con sus amigas aquella travesura. La puerta se cerró con sigilo cuidadosa de no turbar el sueño de Joaquín.
Joaquín se miró detenidamente ante el espejo del motel, para cerciorarse que era él y no otro el que se había acostado con esa muchacha de la que apenas conservaba en la memoria sus facciones.
Se refrescó el rostro como si el agua pudiera expiar sus culpas. ¿No es eso acaso el bautismo? ¿La limpieza de los pecados mediante el agua?
Lentamente se dejó caer sobre la tapa del retrete.
Lejos de allí una mujer fingía esperarlo. Raquel se había resignado, o por lo menos eso quería creer Joaquín, a sus frecuentes llegadas a deshoras y a su aroma a jabón chiquito.
Esa mañana con su característica ironía Raquel le sugirió a Joaquín que se atendiera con el dentista ese dolor que lo tenía hecho una piltrafa.
Raquel sonreía con un sutil sadismo mientras observaba a Joaquin salir de la casa. No permanecía junto a él por un falso sentimentalismo o un miedo al que dirán. Raquel quería estar segura que su contribución a la infelicidad de ambos sería constante y permantente hasta que la muerte los separara.
La mirada de Joaquín se perdía entre las sábanas que ya no guardaban ese cuerpo suave que sus manos inútilmente trataban de reproducir.
Lo suyo no era vicio, ni lujuria, se repetía. Era una necesidad fisiológica, el único sedante que podía mitigar ese dolor insoportable que le producía su molar derecho cuando tedio y frustración se le venían encima. Ese dolor solamente podía ser controlado en un abrupto encuentro, con el orgasmo de un cuerpo que no fuese el de Raquel.
Joaquín se reincorporó, se observo de nueva cuenta en el espejo. Buscó sin éxito un cepillo de dientes.
Llenó un vaso con agua y arrojó en el su dentadura postiza.