Algo del desasosiego de Fernando Pessoa; un
poco de los terribles paraísos de la poesía de Tennesse Williams, pero sobre
todo, una voz muy personal y puesta de pie anima la escritura de Marcelo G.
Burello, quien prefiere hablar de ella como “un ramillete de invectivas
maliciosas, exabruptos vitriólicos…”. La definición del autor no es gratuita,
puesto que en sus versos asistimos al despliegue de una voluntad empecinada en
ver el mundo no sólo como una imagen global, generalizada, sino atenta
fundamentalmente a revisar –y revisitar- esos rincones olvidados, que tantas
veces deseamos olvidar, allí donde la subjetividad se confronta con la paradoja
tremenda de poseer una sensibilidad obligada a transitar entre cosas que
parecen ominosamente animadas y seres que semejan ser cosas inertes… asunto que,
obviamente, no puede ser más siniestro.
La poesía de Burello pone de relieve esa
sospecha que ocasionalmente nos asiste a todos: que este mundo no fue hecho a
la medida de nosotros sino que nosotros venimos a parar a él como entes ajenos,
singularidades de otro orden, individuos de una especie que no tiene mucho que
ver con el conjunto. Burello intuye que este divorcio ontológico entre el mundo
y el hombre –el hombre sensible, claro está- es una historia sin fin e
irremediable, y de allí surge ese espíritu existencialista que atraviesa su
poética. Verso amargo, voz filosa; la poesía de Marcelo Burello no es amiga de
hacerle favores a la materia de la que trata y elige una cadencia engañosamente
cercana a la prosa, resaltando así mejor sus márgenes, los angostos pasadizos,
lo limitado de su registro de aquello que nos hace humanos. El sujeto narrante
–porque la poesía de Burello cuenta, exhibe, acusa- es alguien cercado por los
seres y las cosas que definimos antes, alguien atrapado y que nos va
describiendo cómo son los límites de su prisión, que es todo el mundo, todas
las circunstancias, todos los sentidos.
Una de las muchas claves que contiene este libro
es la referencia del título a las máscaras, cuando son precisamente tan
necesarias para andar por el mundo, tanto el que edificamos nosotros como el
que ya estaba allí y que mixturamos con el nuestro. Como la voz del célebre
poema de Dylan Thomas, “O make me a mask”, podríamos decir: Oh, hazme una máscara y una pared que detenga a tus espías / (…) para
usarla de escudo contra el esplendor de la inteligencia, / y sembrar el desconcierto
entre los jueces; /” o, en palabras de Burello, no menos ajustadas: “El
compendio de la miseria humana, / con versos bien escandidos y un léxico
preciosista, / te lo debo para otra ocasión, lector. / (…) Es la invención, no
el recuerdo; / es la ficción, no el registro, / (…) No busqués acá mis
sentimientos / (tampoco sabrías encontrarlos) /. Palabras fuertes, las que
debemos seguir escuchando: atentos a ellas, a pesar del bullicio del mundo.
Marcelo Gabriel Burello nació en Haedo (Pcia.
de Buenos Aires), en 1969. Es Doctor en Letras por la UBA y Realizador
Cinematográfico por el INCAA. Fuera de su labor como ensayista, traductor,
poeta y guionista, se desempeña profesionalmente como investigador y docente de
grado y posgrado en las Facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Sociales de
la Universidad
de Buenos Aires, lo que lo ha llevado también a dictar cursos y conferencias en
Alemania, Brasil y España. En el ámbito editorial nacional, dirige las
colecciones "Arte & Estética" (Prometeo) y
"Epistolarios" (Miño y Dávila), y ha traducido y editado a autores
tales como Friedrich Schiller, Charles Baudelaire y H. P. Lovecraft. Entre sus
libros dedicados al estudio del mundo artístico figuran Panorama de la literatura alemana contemporánea (2009), Autonomía del arte y autonomía estética. Una
genealogía (2012) y Gilgamesh, o del
origen del arte (2013). Su primer volumen lírico como autor, Liturgia privada, apareció en 2014.
Luis Benítez
ASÍ ESCRIBE MARCELO G. BURELLO
Al abandonar un hotel
Aquí sólo
estuve de paso, no tuve tiempo de considerar
si acaso
fui feliz o desdichado: lo mismo daba.
Aquí, pese
a haberme identificado al ingresar, no fui nadie.
Aquí
experimenté la sosegada humillación de ser un número,
una
abstracción que conocen prisioneros y enclaustrados.
Aquí usé lo
que todos usaron: no pude elegir nada.
Aquí no fui
llamado, buscado, reconocido. Mi existencia
se
circunscribió a una estrecha habitación y un desayuno
que
vanamente se esforzó por compensar calidad con cantidad.
Aquí el
baño me resultó una plaza hostil, no un remanso.
De aquí me
llevo apenas mi equipaje y un souvenir
involuntario.
La vida es
un tránsito necesario y ahora, al mirar atrás,
veo este
edificio estereotipado y comprendo, algo perplejo,
que cuanto
espacio abandono se desploma en el acto:
el aquí se
traslada conmigo como un campo de fuerza
que irradia
desde mí o que me encierra,
como un
súper héroe o un insecto.
Dejo la
llave en la conserjería.
Ciudad de Mendoza
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