Por María Nieves Michavila Gómez
(Valencia, España)Premio Especial de Soliloquio Teatral Hiperbreve
Concurso Internacional de Microficción “Garzón Céspedes” 2010
PSIQUIATRA: (Tumbado en el diván.) Esta es la crisis más grave que he sufrido. No hay ninguna solución. Solo el suicidio puede acabar con todo. La vida no es más que una cárcel, y no soporto más a sus presos. Antes de que acaben conmigo, he de hacerlo yo mismo. No aguanto más. Un momento. Vamos con calma. Esta no es nuestra primera crisis. Ya hemos discutido muchas veces acerca del suicidio, lo cual no solucionaría nada. ¿Cómo podemos estar seguros de que no hay algo más? ¿Puede el dejar ya de respirar ser peor que el ahogo interminable de quien busca el aire que no llega? No es el miedo a morir lo que nos detiene, sino el incierto después. ¿Qué garantía tenemos de que la muerte no suponga el fin de nuestros problemas sino un principio desconocido e imprevisible, y por ello amenazador? Si, efectivamente, hubiera algo más, ¿puede una vida resultado de la muerte ser peor que la muerte al acecho que cae por sorpresa en el momento menos esperado? Conteste. ¿Puede la vida eterna ser más insufrible que alargar el momento de la muerte? Si ha de llegar, ¿por qué no puedo yo elegirlo? Entraré en la nada de todas formas... O quizá ya lo sea. ¿Qué más puedo perder? Todos, en algún momento de nuestra vida, atravesamos un conflicto existencial. ¿Qué le vamos a hacer? Hay que morir. En todo caso, no creo que morir sea la terapia más adecuada contra el mal de la vida. Pensemos un momento. ¿Por qué la consideramos como un mal y no como un bien? Ahí puede residir la clave. La muerte es el último paso. Y la duda no consigue vencer al miedo. No sé si me asusta más la vida o la muerte. Tengo que salir de esto. ¡No puedo más! Solo queda una terapia por probar: el suicidio, el fin.
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