“¿TENDRÁS POR ALLÍ
ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE
NOS QUIERAS CONTAR?”
1: NORBERTO
BARLEAND: Por cierto, he vivido muchas
situaciones irrisorias, algunas para comentar, otras, tal vez, no. Hace muchos
años asistí a la presentación de un libro; en la mesa, el autor, el invitado a
referirse a la obra y el coordinador del ciclo dentro del cual se produciría la
presentación del libro.
Para mi sorpresa, la crítica aguda,
filosa del presentador, casi como que no era de su agrado el libro (lo que no
sería una actitud para censurar en tanto se puede tomar como de honestidad
intelectual ), generó incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de halagos, elogios,
cierto facilismo en la interpretación, lleva a caminos que (a veces) no
acostumbramos a transitar. Ha sido aquel un acontecimiento diferente. Debo
señalar que el presentador hizo una valoración elevada, con sólida
argumentación y de modo elocuente del autor, no así del libro que presentaba;
más allá de la situación que generó en el momento, hubo una apertura hacia un
espacio distinto donde la crítica puede ser un juicio severo, no siempre
favorable, para atender y considerar.
2: MARCELO DI MARCO: Esta anécdota que protagonicé hace unos veinte años
sirve para recordar aquello de que el contexto manda. Al poco tiempo de la
aparición de las primeras ediciones de “Atreverse a escribir” y “Atreverse
a corregir”, el Departamento de Literatura para Niños y
Jóvenes de Sudamericana nos convocó a Nomi y a mí a dar una charla en el
mítico edificio de Humberto Primo ―hoy remozado y
convertido en el cuartel general de Penguin Random House―. La charla que
debíamos dar mi esposa y coautora y yo estaba dirigida a docentes, potenciales
usuarios, en sus aulas, de esos dos libros nuestros. Gigliola Zecchin, más
conocida como Canela, creadora del mencionado Departamento, nos iba presentando a los
docentes, a medida que llegaban a la sala.
―Ella es jardinera ―comentó, refiriéndose a una de las participantes, y mi
respuesta imbécil no se hizo esperar:
―¡Qué bien! Hace unos años, vi un cartel detrás del mostrador de un vivero que
decía: “Si quieres ser feliz una semana,
cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero”.
―Ella es maestra jardinera ―aclaró Canela, indulgente.
―Ah.
3: FERNANDO G. TOLEDO: No por ser pocas, sino por ser muchas es que no recuerdo ninguna en
particular. Ahora se me presenta la siguiente: tras alguna indisciplina en la
escuela secundaria, la preceptora y su peor cara me dijeron: “Mañana, si no
venís con tu mamá, no entrás a la escuela”. Yo le repliqué, para cambiarle la
cara: “Es que mi mamá está en el cielo”. Esperé a que su cara cambiara y cuando
iba a pronunciar algo me di vuelta y le completé: “Es azafata”. A pesar de todo
ha de haberle parecido bueno el chiste, porque no volvió a pedirme la compañía
de mis padres para seguir en el colegio.
Daniel se entera de que en la Sociedad Argentina de
Escritores se habían organizado talleres literarios de poesía. En esa época mi
esposa, Beatriz Arias, era madre por segunda vez, y con los niños chiquitos
mucho no podíamos hacer, por lo tanto, el elegido para averiguar fui yo.
Combiné con Daniel Cejas y nos fuimos a la SADE Central, en la calle Uruguay.
Nos indican que la clase de ese día ya había comenzado y nos tiramos el lance
de ingresar a ella. Golpeamos suavemente la puerta alta y con lentitud la
abrimos, pasamos, cerramos y nos quedamos de pie, muy quietos. Enfrentado a la puerta de entrada, sentado,
detrás de un escritorio estaba un señor alto y calvo de ojos claros, rodeado de
mesas y sillas con veinte o treinta participantes del taller. Interrumpimos sin
decir una sola palabra y el silencio fue inmenso. Todos se dieron vuelta para
ver quien entró.
El señor se levanta, también él sin decir una sola
sílaba, y se acerca resuelto hacia nosotros y nos pregunta: “¿¡Qué quieren acá!?”, y sus ojos nos
clavaron contra la pared. De inmediato extrajo del bolsillo de su saco un
revolver plateado y nos apuntó al medio del pecho y a menos de cincuenta
centímetros. Daniel dijo algo que nadie entendió y yo, mudo, con la mano
derecha detrás de mi espalda logré alcanzar el picaporte, lo giré, abrí la
puerta y nos deslizamos afuera, bajamos por las escaleras corriendo y nos
fuimos. Todavía estamos corriendo por la avenida Santa Fe y juro que nunca más
iré a un curso del poeta Osvaldo Rossler.
5: ALDO LUIS NOVELLI: Situaciones
irrisorias, miles o más, pero a la mayoría no las puedo contar porque la
memoria es sabia y se las regaló al olvido. De las que recuerdo, hay una de
cuando me dedicaba a la caza mayor, eso fue hace mucho tiempo. Después,
perseguido por ecologistas y veganos enfervorizados, decidí dedicarme a la
caza fotográfica de pájaros.
Dado que
intento poetizar todo en la vida, logrando resultados que bien podrían ser
parte de situaciones irrisorias, te dejo el poema que relata dicha situación.
7: DANIEL
BARROSO: Era abril
de 1983 y habían matado a Raúl Clemente ‘El comandante Roque’ Yager. Nos
organizamos, pocos días después, para
efectuar una interferencia de Canal 11 a una hora de buena audiencia.
Cada uno se haría
cargo de una parte del equipo (básicamente por si caía alguno, que no cayera todo el equipo). El primero en llegar
fui yo que empezaría a armar la antena y probar la batería, luego los dos
restantes con el transmisor, el casete, cables y etcéteras de conectividad.
Cuando ya
estábamos dentro de la casa, en el barrio de Villa
Pueyrredón, con todo en trámite de preparación, suena el timbre y
Marisa (la compañera dueña de casa) con cara de pánico nos mira paralizada.
—Atendé, le dije secamente.
—¡Mis
suegros!, logró decir entre ahogos.
Todos se miraron
al unísono y empezaron a guardar donde podían todo lo que habían llevado. “De
aquí en más hay que improvisar”, dijo uno de nosotros y todos asentimos. “Pero
¿qué podemos improvisar tres tipos desconocidos en la casa de la nuera cuando
el marido no está?” dije, mientras rebotaba con la batería desde el bajo mesada
al baño y viceversa.
—Ya bajo, entonó, casi en un lamento, a quien
llamaremos Marisa.
La llegada de los
suegros de Marisa nos encontró sentados alrededor de la mesa del comedor, hablando de lo difícil que resultaba cazar avestruces en esa época del año. Casi tropezándose nos levantamos para
saludar a la pareja de aspecto “bodas de plata”, a quienes saludábamos estrechándoles la mano, pero con el cuerpo (de la
cintura para arriba) torcionado hacia Marisa, haciendo imposible el recorrido
sin atropellar sillas o quedar con distensión del nervio ciático. La sonrisa de
nosotros tres era una mueca entre chaplinesca y de minusvalía mental, mientras
nos amontonábamos como haciendo una barrera para aguantar un chutazo de tiro
libre del panadero Díaz.
—Bueno, decile a (supongamos) Orlando que nos vemos
cuando regrese, así arreglamos la salida a San Pedro, dijo con desgano uno de
nosotros.
—Eso, las carpas ya están aseguradas, remarcó, casi
inaudible (digamos) Benjamín.
—Ha sido un gusto, dije yo, mientras nos volvíamos a estrechar
las manos en un cruce a
lo Laurel y Hardy.
Marisa, nos
acompañó hasta la puerta, nos despidió casi a los gritos, no dejaba de
suspirar, en realidad estaba al borde del colapso por angustia.
Por suerte, los
suegros, se fueron enseguida. Habían llevado “el postre que le gusta a Orlando”
para cuando regresara de su comisión de trabajo en el sur. Imprudentemente, el
operativo de interferencia se hizo igual, un rato después y un par de llamadas
telefónicas de por medio, atendidas como equivocadas por parte de la compañera.
El poco tiempo de espera fue en un bar con teléfono de las inmediaciones.
Algunos de los parroquianos miraban con asombro a tres dementes que entraron
por separado, que ocupaban mesas distintas y que no paraban de reírse.
8: ROGELIO RAMOS SIGNES: Siempre tuve la costumbre de hacer brevísimas
introducciones antes de leer un poema en algún recital; no para explicar algo
(nada hay que explicar) sino para cortar el clima del poema anterior y empezar
de nuevo. Eso mismo hacían mis compañeros de lectura durante muchos años: Maísi
Colombo, Ricardo Gandolfo y Manuel Martínez Novillo.
Una vez, durante una lectura frente a un público
increíblemente multitudinario, una señora que estaba sentada junto a la poeta
Fátima Gatti le dijo en tono confesional: “Me gusta mucho más lo que cuentan
antes de cada poema, que los poemas en sí”.
Jajajá. ¡Fracaso total!
10: FRANCISCO ROMANO PÉREZ: Una mañana fría, en mi jardín, me empapó la tristeza. Encontré una mariposa en agonía. La tomé entre mis manos. Gracias, apenas, me dijo. Te dejo mis alas, me dijo. Y partió.
11: JULIO ARANDA: No del orden de lo irrisorio, pero sí curioso.
Fue en 1997 o 1998. Nos invitan, entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una
lectura de poemas y nos piden que les adelantemos el material que íbamos a
leer, cosa que nos pareció extraño...; entre mis poemas había uno que hacía
alusión a los desaparecidos. Lo que no sabíamos era que la lectura se realizaba
en la sede de un edificio céntrico que por ese entonces pertenecía al Círculo
Militar. Nos citan un par de días antes y “gentilmente” me indican que ese
poema no debo leerlo porque el tema estaba muy trillado y bla-bla-bla, y que no
lo tome como un acto de censura. Ante mi sorpresa, Jorge Montesano increpa a
los dos hombres que nos atendían, diciéndoles que “no vamos a permitir” que nos
elijan los poemas, y que si no estaban de acuerdo que borraran nuestros nombres
del programa. Los hombres se miraron entre sí, como consultándose, y juro que
temí que todo se siguiera complicando. Finalmente, nos devolvieron el material
señalándonos que sólo era una sugerencia. Corolario: me di el gusto de leer un
poema sobre los desaparecidos en un evento cultural organizado en un edificio
que pertenecía al Círculo Militar.
12: LUIS
ALBERTO SALVAREZZA: Situaciones
irrisorias:
En París, la
familia Desecures nos alquilaba el departamento donde vivimos estando allí. A
los pocos días de alquilar nos invitan a cenar. La cena se desarrolló
normalmente hasta el momento que nos presentaron la mesa de quesos. Del que
debíamos probar uno o dos trozos. Los anfitriones a través de éstos, nos
dijeron después, comprueban si el invitado ha quedado satisfecho. Con Adriana
probamos pequeños trozos, pero de un montón de quesos. Lamentablemente al otro
día, en la clase de Civilización, nos contaron que debíamos ser discretos en
esas ocasiones. Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron un montón. La
explicación que dimos fue ingenua pero valedera: que no conocíamos muchos de
esos quesos, respuesta que les resultó simpática.
La primera vez que
me preguntaron su gracia: quedé mirándolo al que me lo preguntó. Un papelón.
El ridículo lo
cometo permanentemente frente a los avances tecnológicos. Recuerdo las canillas
con censores y mi fastidio: no hay agua. Las tarjetas magnéticas para abrir
puertas.
Hacerme el popular
haciendo mal uso de los dichos populares y haciendo reír al auditorio.
13: CLAUDIO
F. PORTIGLIA: Viví entre
situaciones irrisorias -no todas publicables-, pero una se grabó y me alertó.
Yo escribo desde que tengo memoria. En una economía
de escasez extrema, los juguetes que siempre me acompañaron fueron un cuaderno
y un lápiz. A veces, también, una cajita de lápices de colores; pero pronto
comprendí que los gastaba en vez de invertirlos.
La cuestión es que me pasaba las horas apuntando
no sé qué. Solo, por lo general; o con una vecinita. A la remanida pregunta que
hacen los adultos acerca de “qué querés ser cuando seas grande”, yo respondía
que quería escribir. Mi mamá fantaseaba con que fuera escribano, porque la
literatura y la poesía eran ajenas a mi familia nuclear.
Ya en la secundaria y becado por una
institución que entrevió mi vocación de periodista, se me recomendó para
“practicar” en uno de los diarios de la ciudad de Junín. Por entonces, el más
modesto y, además vespertino, que había fundado un reconocido dirigente radical
y que sobrevivía a duras penas.
Mi primera tarea consistía en copiar las
noticias del diario “La Razón” de la tarde anterior o del matutino local; y
“arreglarlas” de tal manera que no parecieran copiadas. Después recorría las
comisarías en busca de las policiales que acreditaban los telegramas y,
después, pasaba por la secretaría de prensa municipal para recoger comunicados.
Hasta que llegó la campaña electoral, una vez
que el teniente general Lanusse, presidente de
facto, levantara la veda, y a mí me tocó cubrir todos los actos de “Cámpora
al Gobierno, Perón al Poder” que se hacían en los barrios de mi ciudad.
Era un ascenso, por supuesto. Pero, aquí lo
irrisorio:
No sólo que nunca me pagaron un centavo por las
muchas notas que escribí, sino que para leerme a mí mismo en letras de molde
tenía que comprar el ejemplar, porque tampoco me lo regalaban. Y los compraba,
claro. Porque la vanidad y el orgullo de “escribir para el diario” podían más
que la conciencia de explotación.
Y eso que mis notas ni siquiera salían
firmadas. Sólo yo sabía quién era el autor. Sólo yo con mi onanismo intelectual
de un chico de 15 años.
14: PABLO
INGBERG: De recorrida por el Peloponeso en auto alquilado, llegamos a un
alojamiento en Nafplio. Entre mi balbuceo de griego moderno y el de inglés de
la dueña, le pregunto dónde hay un supermercado para comprar con qué hacernos
la cena. Hay dos, uno pequeño cerca y otro grande un poco más lejos, cierran en
pocos minutos. Vamos rápido en el auto a buscar el grande. En una esquina no
sabemos si seguir derecho o doblar. En la misma mezcla de balbuceos, le
pregunto a un tipo que pasea el perro. Este balbucea un poco más de inglés. Me
dice que para aquel lado hay un little.
No little, le
digo yo, quiero un big,
uno grande. Sí, sí, big,
para allá, un little.
De nuevo: yo: no little;
él: no little, sí big, little, para allá.
No había tiempo, la suerte estaba echada: doblamos por donde nos decía. En un
minuto llegamos, justo a tiempo, a un enorme supermercado Lidl: una cadena
alemana, desconocida para mí hasta ese momento, que después reencontré en
muchas otras partes. Tal vez el tipo todavía se acuerde de aquel sordo que
entendía little cuando él claramente decía Lidl.
15: CARLOS ENRIQUE BERBEGLIA: Sí, una digna de tener en cuenta, hace ya muchos años, en el mes de
enero, a las orillas del río Cosquín,
en la provincia de Córdoba. Me encontraba en un campamento, con mis compañeros
estudiantes universitarios de la Facultad de
Filosofía y Letras, cuando se desató un temporal nocturno que hizo salir de
cauce al río. A la mañana siguiente las aguas ya habían regresado al lecho
habitual, aunque en algunas oquedades restaron charcos.
En uno de
esos charcos, que se estaba vaciando porque las aguas se dispersaban, había un
pescadito de tamaño menor que un dedo que se debatía, desesperado, porque se le
iba acabando el elemento donde sobrevivía.
Procedí a
ponerlo entre mis manos en un cuenco con algo de agua y depositarlo en el río
propiamente dicho, donde ya no correría riesgo de asfixia alguna...
¡De no creer!
En vez de alejarse río adentro se quedó un buen rato dando vueltas entre mis
dedos, desde el momento que no saqué la mano del agua, como agradeciéndome que
le hubiera salvado la vida, me los rozó una y otra vez y solamente se
alejó al yo retirar mi mano de las aguas.
¡Si esa
actitud no fue consciente que se la cuenten a la caterva de cuantos todavía se
dan el lujo de ignorar la existencia de una mente animal, más valiosa que la de
los políticos, economistas, jueces o milicos corruptos que mantienen a la
humanidad en el estado lamentable que le conocemos!
Nuestra cárcel es un cuadro cerrado con torres de control, pero que
vista desde arriba semeja una torre de departamentos, desde luego, a lo Dante,
como un averno invertido. Bueno, para sintetizar, tampoco llegaron los
otros talleristas y la cosa se puso heavy. Aparecieron las autoridades, el
director ordenó continuar con los talleres que ahora se habían
reducido solo a uno y que por la afluencia de personas se haría en la
capilla abandonada del penal. Público cautivo, nunca mejor dicho. Yo nunca
había tenido tanta concurrencia en un taller. Pusieron hombres de un lado,
mujeres del otro y guardias hasta los dientes. En ese contexto la
poesía no quería salir de su cueva ni que le pegaran palos. El taller
derivó en una charla, y en una charla entre un pichi que al lado de los
internos era un niño de cinco años, personas repletas de experiencias de
vida dura y traumática. Finalizando la charla fue el desastre, el sumun de mi
torpeza, porque animado por el contexto de capilla y recordando lo que
decía un viejo cura, se me dio por decir “Bueno, gente, pueden ir en paz, los dejo libres”. Todos se
largaron a reír a carcajadas por la frase y la contestación de una de las
reclusas: “Debés ser el único que
nos deja libres”. Las risotadas fueron como un coro de ángeles que, como
una atmosfera redujo presión y hasta los más fieros guardias esbozaron una
sonrisa por la ocurrencia del peor tallerista que jamás hubiera pisado el
infierno.
17: LUIS COLOMBINI: Estando en el inicio de la preparación
de una obra de teatro, donde se lee primeramente el texto entre todo el grupo,
y estando todos sentados alrededor de una mesa, encuentro en uno de los
bolsillos de mi abrigo la manivela plástica para levantar el vidrio del Dodge
1500 que yo tenía en esa época. No sé por qué motivo (concentración,
expectativa desmedida), me encontré mordiendo la parte giratoria y haciendo
girar lentamente la manivela sin tener presente que soy un hombre de barba y
bigote. Al tercer giro empecé a notar que el labio superior empezaba a
estirarse y el dolor a tornarse un poco inaguantable. Entonces pensé que los
giros iniciales habían sido en el sentido opuesto a la dirección de las agujas
del reloj; “sabiamente” me dije: ahora vamos a darle en el sentido del reloj. A
todo esto, sólo se escuchaban las voces de los actores leyendo el texto.
Comencé a transpirar, el dolor, inaguantable, y yo como un idiota con un
remolino de pelos atorando la manivela del Dodge 1500. No tuve más remedio que
pegar un grito de auxilio. Escena 1: Todos mirándome con el artefacto
colgando de mi cara. Escena 2: Yo corriendo buscando una tijera que me
aliviara.
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