sábado, 19 de noviembre de 2022

“La acidez, la ironía de la poética de Nicanor Parra, fueron el puño sin guantes de la denuncia social”

 

Mónica Angelino responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti


Mónica Angelino nació el 5 de septiembre de 1959 en General Rodríguez, ciudad en la que reside, provincia de Buenos Aires, la Argentina. La Secretaría de Educación, Cultura, Deporte y Turismo de la ciudad de General Rodríguez la declaró “Persona Destacada de la Literatura 2019”. Textos suyos han sido traducidos al catalán, inglés, euskera y portugués. Desde 2007 ha publicado los poemarios El vuelo, Ruidos de la sangre, Estigmas desechos, Fibro, Girondeando, De perros y zapallos, Guerrera, Abecedario de la exclusión y Metamorfosis domésticas y los truenos del venado. Integró el volumen colectivo de poesía social Pan de agua, así como otro, compartido, cuyo título es 4 poetas en primavera. Fue incluida, entre otras, en las antologías Frente al espejo, 3 + 1. 25 años con la poesía, Poesía y narrativa 2017, Universos diversos y Sinfonía abierta. Es la compiladora de la antología Nuestras voces, tu voz (2019), conformada por setenta poetas reunidos en apoyo a la lucha por los derechos de los enfermos de fibromialgia. En su cuenta de Facebook creó “Fibromialgia General Rodríguez”, a fin de informar y dar contención a pacientes que, como ella, sufren esta enfermedad incapacitante (90% mujeres). En 2012 propició la introducción del Primer Proyecto de Ley de Fibromialgia en la Provincia de Buenos Aires y en 2013 el Primer Proyecto de Ley de Fibromialgia en la Nación Argentina.


1: ¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

 

MA: A los trece años mi primer acto de creación fue inventar un alfabeto de signos que aprendí de memoria y hoy no recuerdo, pero que tenía como finalidad evitar que mi madre leyera mis secretos de amores platónicos, mis enojos, mis rebeldías. Lamento no haber conservado esos textos o, al menos, el alfabeto.

2: ¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad,       con las contrariedades?

 

MA: La lluvia y las tormentas, decididamente, son un fenómeno para mirar por la ventana. No me gusta mojarme ni permanecer con la ropa húmeda. Automáticamente, la necesidad de orinar se apodera de mi vejiga y tengo que hacer esfuerzos para no... Creo, más bien estoy segura, que se origina en un trauma de la niñez donde mi padre, ofuscado por mi llanto y sus retos para que “terminara de llorar”, producía que yo reculara dos o tres pasos y al caer me orinaba, volvía a recular y otra vez me orinaba, todo sin parar de llorar; entonces, en alguna oportunidad, mi viejo me sumergió en la pileta de lavar la ropa “para que me callara de una vez”; supongo que al sacarme y quedar de pie, vestida, mojada y con frío, el pis calentito corriendo por mis piernas era un abrigo. En realidad, no recuerdo el suceso, tenía menos de dos años y mi hermano era un bebé: ¿estaría celosa? La anécdota de cómo “no lloraste ni te measte más, tan maricona como eras”, siempre fue contada por mi padre entre risas. Hay que ¿entender? que esto ocurrió hace seis décadas, el contexto cultural era otro y se aceptaban cosas que hoy son intolerables, aberrantes. Sin embargo, aunque mi cuerpo, mi piel, conservan el registro de ese trauma y pensar en la ropa mojada me da escalofríos, no temo al agua. Si tengo toalla y ropa para cambiarme, apenas salgo del mar o la pileta, “todo está bien”. Caer en la nostalgia, amasar pan o tortas fritas, escribir, no importa hacer qué, decididamente, la lluvia y las tormentas son un fenómeno para mirar por la ventana.

En cuanto a la sangre y las contrariedades, lo tomo como metáforas de existencia en las que, como dice Almafuerte [Pedro B. Palacios, 1854-1917]: “Si te postran diez veces, te levantas…”, porque este mundo, en esta vida que me toca, todo lo que se percibe como pérdida es una muerte y hasta que acurra la mía no puedo más que levantarme una y otra vez. En ese estado permanente de pérdidas la poesía es mi soporte, la que me salva resucitándome cada mañana.

La velocidad es una inquietud que se presta a distintas respuestas: si la velocidad es producto de la nafta o gasolina…, me perturba. Si hablamos de velocidad cognitiva, hoy día, debido al dolor, la medicación, las fibronieblas, ando como tortuga coja. Sí, desde hace unos años padezco de fibromialgia. Solía leer cuatro novelas en forma simultánea. En la actualidad, la concentración apenas me permite, a medio coco, leer algunas páginas del libro, debiendo retroceder unos párrafos cada vez para retomar el hilo narrativo. Mis respuestas, a veces, no llegan al instante, se me pierden las palabras en las catorce puertas y hasta que encuentran la salida ya la conversación cambió de tema. Al principio, no fue fácil lidiar con estas lagunas. Aprendí a reírme de esos episodios que, en ocasiones, se tornan surrealistas y le permiten a mi musa (Telma, mi vaca en la cocina), transformarlos en poemas. También aprendí a “hacer la plancha” y dejar que la corriente me lleve a la playa con las palabras encontradas como salvavidas. De cualquier manera, decir que soy una superada en manejar y elaborar estas situaciones, sería mentir. Hago lo que puedo, hasta dónde puedo y cuento hasta veinte para aceptar mis limitaciones y evitar sentirme peor que si tomara un purgante a medianoche.

            

3: “En este rincón” el romántico concepto de la “inspiración”; y “en este otro rincón”, por ejemplo, William Faulkner y su “He oído hablar de ella, pero nunca la he visto.” ¿Tus consideraciones?

MA: Como concepto romántico es pegadizo y tierno. Un lugar común que permite, de algún modo, justificar cuando te preguntan:

—¿Por qué escribiste esto?

—Tuve una inspiración y la seguí.

Lo que llamamos inspiración no es más que un raptus, una emoción violenta que nos impulsa a escribir tanto como a otros a encender un cigarrillo o matar.


4: ¿De qué artistas te atraen más sus avatares que la obra?

MA: ¿Puede separarse obra de autor? En este instante mi memoria vuela, aleatoriamente, de Charles Baudelaire a Edgar Allan Poe, Sylvia Plath, Horacio Quiroga, Alejandra Pizarnik, Cesare Pavese, e inevitablemente a Antonin Artaud declarando: “No concibo la obra como separada de la vida”.


5: ¿Lemas, chascarrillos, refranes, proverbios que más veces te hayas escuchado divulgar?

MA: “También se enoja el chancho y se come”“La envidia es peor que el hambre”“Ni la tierra guarda secretos”. 


  6: ¿Qué obras artísticas te han —cabal, inequívocamente— estremecido? ¿Y ante cuáles has quedado, seguís quedando, en estado de perplejidad?

 MMA: Voy a nombrar dos: la obra artística que me ha estremecido y continúa haciéndolo es una pintura: “El grito” del noruego Edvard Munch, y cabal, inequívocamente, en novela, “Cien años de soledad” me sigue dejando azorada, opípara y me provoca mucha risa. Recuerdo como metáfora genial, a Aureliano, diciendo: “Apártense vacas que la vida es corta”.

 

7: ¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

MA: Todos tenemos muchas historias o situaciones de ese tipo. La que marcó un hito, un quiebre en mi vida personal y literaria, ocurrió cuando luego de deambular de médico en médico y ya pensando que iba a morir sin saber el nombre de mi enfermedad, finalmente, en 2011, me diagnosticaron fibromialgia, al mismo tiempo que me noticiaban de su incurabilidad y de que todas las medicaciones existentes eran paliativos. Tenía que aprender a convivir con el dolor muscular generalizado, el insomnio crónico, la fatiga, amigarme con la enfermedad, continuar con mi terapia psicológica, evitar las situaciones estresantes, los esfuerzos físicos, etc. Así que lo primero que hizo mi especialista fue medicarme con psicofármacos: uno, para inducir el sueño, y otro, para menguar el dolor y “no se preocupe si se siente rara, es hasta acostumbrarse al remedio, en un mes nos vemos”.

Durante ese lapso noté que la pastillita para el dolor, “Pregabalina”, aunque la dosis era mínima, me producía falta de reflejos, tropezones, oír voces, dialogar en voz alta con nadie, caerme. Al mes le referí esta situación a mi reumatólogo, quien optó por recurrir a otra medicación: “Duloxetina” y “en un mes volvemos a vernos”. Fue genial, monstruoso, desopilante. Entré en una especie de locura medicamentosa por intoxicación, donde no distinguía el día y la noche. Recibí amigos, parientes (vivos y de los otros), tomé mate con ellos a las tres de la mañana, salí de caminata en la noche y me encontraron los vecinos. Al volver mi marido de su trabajo nocturno y encontrar el mate y galletitas sobre la mesa, preguntándome qué había hecho yo, le contaba lo ocurrido en forma muy natural (para mí, lo era). Con 35 grados de temperatura junté palitos, hice especies de carpitas y les prendía fuego en la esquina de mi casa. Hablaba con las personas en una lengua inentendible y no comprendía porqué me contestaban con estupideces. No recordaba palabras y no podía pronunciar mi nombre completo. Por supuesto, no recuerdo estas aventuras que, luego, desintoxicada, me fueron relatando (algunas imágenes, entre nebulosas, volvieron a mi mente). Ahí entendí por qué mi hijo vino a dormir a mi casa y por qué insistían en hacerme comer y comer cuando yo miraba el tenedor y no acertaba a captar para qué servía (rebajé once kilos en veinte días). De toda esta funesta y magistral experiencia, algo, sí, recuerdo: estar durmiendo la siesta (aunque no puedo asegurar que “fuera la siesta”) y de pronto oír un mugido, un extraordinario mugido; me sobresalté, pero no me extrañó que una vaca estuviese en mi cocina; lo que me desconcertó fue cómo había podido entrar por una puerta tan estrecha. Tras meses de desintoxicación y estimulación cognitiva para volver a hablar, escribir y reanudar una vida “normal”, esa vaca, en mi delirio descollante de resiliencia, se convirtió en mi musa poética y hasta tiene nombre: Telma. Telma mi vaca en la cocina que me ha dado mucho cuero y leche para poetizar y me lo seguirá dando.

 

8: ¿Qué te promueve la noción de “posteridad”?

             MA: La noción de posteridad la traduzco, en una palabra: tierra. Después, quizás, alguien te recuerde para bien o para mal, pero ese no será mi problema.

9: “¿La rutina te aplasta?” ¿Qué rutinas te aplastan?

MA: Las tareas domésticas son una rutina que si no me aplastan se le parece mucho. Aunque debo reconocer que antes esas labores las hacía con el esfuerzo propio de la labor y sin mayor disgusto. Ahora el dolor crónico de base (ni hablemos de las crisis agudas), el cansancio que conlleva el mal dormir y la fatiga muscular que mi enfermedad me generan, logran que cualquier ocupación que emprenda posteriormente “me aplasten”, a veces, por varios días; incluso escribir o leer me produce un agotamiento que me tira en la cama pero, aun acostada, mi cerebro de gusano barrenador sigue escarbando en las palabras para sacarles jugo aunque estén deshidratadas, y cuando obtengo una gota, tomo el celular y la grabo, porque sé que luego se me olvidará; quizás, más tarde, se conviertan en poema.


10: ¿Para vos, “Un estilo perfecto es una limitación perfecta”, como sostuvo el escritor y periodista español Corpus Barga? Y siguió: “…un estilo es una manera y un amaneramiento”.

MA: El estilo es nada más que una forma de decir en un momento determinado. ¿Cómo puede un ser imperfecto realizar algo perfecto? ¿Quién lo evalúa? ¿Desde qué perspectiva? ¿Con o sin lentes? ¿En ayunas o desayunado?


11: ¿Qué sucesos te producen mayor indignación? ¿Cuáles te despiertan algún grado de violencia? ¿Y cuáles te hartan instantáneamente?

MA: Me indigna, en mi Argentina, la pobreza social en un país donde el hambre debería ser una palabra desterrada de los hogares. Cuando se pronuncia esa palabra, debajo de su superficie también se dice destrabajo, insalubridad, ignorancia, cordero de la política, muerte.

Hace unos meses, en ocasión de un robo dentro de la casa de unos vecinos, mi hijo y yo acudimos a sus pedidos de auxilio, gritando, llamando al 911, parando autos; llegaron más personas y esto hizo que el ladrón escapara arma en mano y en la huida disparara (el tiro no salió) directo al tórax de mi hijo. Aunque presenciando como en cámara lenta el suceso, mi cerebro se adelantó a todo el desastre que finalmente no ocurrió, y de haber tenido un revólver mi grado de violencia estaría, en estos momentos, determinada por los años de condena que me hubiera dado la in/justicia.

Me hartan instantáneamente los poetas petulantes y soberbios que luego de leer lo suyo en un evento o en un café literario se retiran pomposamente sin escuchar a los demás.


12: ¿Qué postal (o postales) de tu niñez o de tu adolescencia compartirías con nosotros?

MA: Tenía cuatro años y vivíamos en Villa Domínico, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, nuestra casa era de chapa cartón prensado negro. Negras las paredes, negro el techo, piso de tierra. No hace falta decir que, con las velas apagadas, todo dentro de esas cuatro paredes era muy oscuro; pero acostada, mi cama en un rincón de la casa, el agujero que había dejado un clavo me permitía ver una estrella cuya luz no se colaba; para mí era algo así como un acto mágico: movía mi cabeza unos milímetros para acá o para allá y la estrella desaparecía, me corría y de nuevo estaba ahí. Esa estrella logró que jamás le tuviese temor a la oscuridad. La oscuridad de la pobreza también tiene momentos de luces, y esa estrella era mía, mi brillante riqueza.

 

13: ¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)? O bien, ¿a qué artistas hubieras elegido o elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo?

MA: Pienso que Telma y yo bien podríamos haber sido protagonistas en una prosa de Oliverio Girondo o un poema de Nicanor Parra. No dudo que mi amigo y admirado poeta Jorge Luís Estrella [1944-2014], hubiera escrito algo agudo, sarcástico y regocijante sobre “mi musa”, si la vaciadora no se hubiese llevado su lengua haciéndolo cruzar la línea.

 

14: El silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad, las sorpresas, la desolación, el fervor, la intemperancia: ¿cómo te resultan? ¿Cómo recompondrías lo antes mencionado con algún criterio, orientación o sentido?

MA: Son emociones muy fuertes y hasta contradictorias, difíciles de analizar.

El fervor, el silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad de los ojos, las sorpresas, la desolación, la intemperancia.

 

15: ¿A qué artistas en cuya obra prime el sarcasmo, la mordacidad, el ingenio, la acrimonia, la sorna, la causticidad… destacarías?

MA: De los ya citados:

Nicanor Parra: con él he sentido en “propia sangre” que el poeta vive imaginando y que de esa imaginación poética se acrecientan las armas de la resiliencia para elaborar cuanto pueda lastimarme. Además, su acidez, su ironía, fueron el puño sin guantes de la denuncia social.

Oliverio Girondo: me lleva al onanismo cerebral, me orgasmisea, me luminiza con sus neologismos máscaracú que he leído.

Jorge Luís Estrella: un poeta que ha sabido reunir el surrealismo, la antipoesía y los neologismos para escribir desde el absurdo y el divertimento poemas profundos.

 

16: ¿Qué apreciaciones no apreciás? ¿Qué imprecisiones preferís?...

MA: El ser humano es pura imprecisión, es arduo efectuar apreciaciones.

 

17: ¿Viste que uno en ciertos casos quiere a personas que no valora o valora poco, y que en otros casos valora a personas que no quiere? ¿Esto te perturba, te entristece? ¿Cómo “lo resolvés”?

MA: Esas situaciones suceden, generalmente no necesito resolverlas, suceden y ya.

 

18: ¿El mundo fue, es y será una porquería, como aproximadamente así lo afirmara Enrique Santos Discépolo en su tango “Cambalache”?

MA: Te respondo con otra pregunta: ¿Tenés alguna duda?

 

19: Por la fidelidad y entrega a una causa o proyecto, ¿qué personas (de todos los tiempos y de todos los ámbitos) te asombran?

MA: Teresa de Calcuta.

 

20: ¿Qué te hace “reír a mandíbula batiente”?

MA: Las ocurrencias o chistes tontos y fuera de contexto de mi marido, mis hijos, mis nietos y mis sobrinos Lucas y Sabrina.

 

21: ¿Cómo afrontás lo que sea que te produzca suponerte o advertirte, en algunos aspectos o metas, lejos de lo que para vos constituya un ideal?

MA: Lo ideal es una utopía. Tengo proyectos cuyas metas, en razón del tiempo o sus frustraciones, no me afligen demasiado; sé que dejarán algo positivo. Me gusta el tránsito, el camino que siempre es aprendizaje. Esta misma pregunta tres décadas atrás, obviamente, la contestaría desde otro lugar de lo por venir.

 


22: El amor, la contemplación, el dinero, la religión, la política… ¿Cómo te has ido relacionando con esos tópicos?

MA: El amor y la contemplación siempre me han dado la mano, agradezco esa ventura. El dinero, si es para encanutarlo o poseer más de lo que puedo gastar, no me interesa. De hecho, una silla de madera, un árbol, yerba y azúcar para el mate con quien compartir, pueden ser un tesoro envidiable. La religión como acto de fe, si buenifica al creyente, bienvenida sea. Yo, allí, soy mala. La política, si no apunta a combatir el hambre, a otorgar bienestar, servicios de salud, trabajo, educación, se transforma en un trajín personal de enriquecimiento, es un medio para robar al que menos posee y ¿cómo relacionarte con eso? Supongo que lo hago a través de la poesía como forma de denuncia y descarga emocional porque duele.


 23: ¿A qué obras artísticas —espectáculos coreográficos, films, esculturas, música, pinturas, literatura, propuestas teatrales o arquitectónicas, etc.— calificarías de “insufribles”?

MA: Todo es “sufrible” (aun desde el placer): por eso nos gusta o nos disgusta.

 

24: ¿Qué calle, qué recorrido de calles, qué pequeña zona transitada en tu infancia o en tu adolescencia recordás con mayor nostalgia o cariño, y por qué?

MA: En mi infancia, mis padres se mudaron tantas veces que son muchas las calles de nostalgia y cariño que atesoro. ¿Cómo nombrarlas a todas?

 

25: ¿Cómo reordenarías esta serie?: “La visión, el bosque, la ceremonia, las miniaturas, la ciudad, la danza, el sacrificio, el sufrimiento, la lengua, el pensamiento, la autenticidad, la muerte, el azar, el desajuste”. Digamos que un reordenamiento, o dos. Y hasta podrías intentar, por ejemplo, una microficción.

MA: El pensamiento, la lengua, la visión, la autenticidad, el sufrimiento, el sacrificio, la danza, el bosque, las miniaturas, la ceremonia, la ciudad, el azar, el desajuste, la muerte. ¡Con eso basta para mi desgaste cerebral!

 

26: “Donde mueren las palabras” es el título de un film de 1946, dirigido por Hugo Fregonese y protagonizado por Enrique Muiño. ¿Dónde mueren las palabras?

MA: ¿Dónde mueren las palabras? Si tomamos las palabras como forma de lenguaje comunicacional desde la lengua como órgano, los gestos, los silencios, los actos, entonces, las palabras existen desde que existe el hombre y con el último hombre morirá.

 

27: ¿Podés disfrutar de obras de artistas con los que te adviertas en las antípodas ideológicas? ¿Pudiste en alguna época y ya no

MA: Si el arte está presente (no el pancartismo), todo es disfrutable.

 

28: ¿Cómo te cae, cómo procesás la decepción (o lo que corresponda) que te infiere la persona que te promete algo que a vos te interesa —y hasta podría ser que no lo hubieras solicitado—, y luego no sólo no cumple, sino que jamás alude a la promesa?

MA: Lo que se promete y no se cumple (o se intenta cumplir) es una mentira y las mentiras me dan como patadas en los ovarios.

 

29: No concerniendo al área de lo artístico, ¿a quiénes admirás?

MA: A mí, por haber llegado hasta hoy sin que el odio o rencor prevalezcan.

 

30: ¿Tus pasiones te pertenecen o sos de tus pasiones? Pasiones y entusiasmos. ¿Dirías que has ido consiguiendo, en general, distinguirlos y entregarte a ellos acorde a la gravitación?

 

MA: Ya sabemos que la gravedad siempre es para abajo. No sé si supe distinguirlos, pero sigo de pie.

 



31: ¿Qué artistas estimás que han sido alabados desmesuradamente?

 

MA: Los medios de difusión del empresariado de la literatura, las grandes corporaciones, producen best seller de obras que no necesariamente son “artísticas” y, en cambio, artistas que merecen el rotundo elogio permanecen anónimos o prácticamente olvidados, como Enrique Banchs [1888-1968], poeta destacado de la lírica en tiempos del modernismo, elogiado por Jorge Luis Borges. Compartamos la primera estrofa de su libro “La urna”:

 

“Entra la aurora en el jardín; despierta

los cálices rosados; pasa el viento

y aviva en el hogar la llama muerta,

cae una estrella y raya el firmamento”

 

 32: ¿Acordarías, o algo así, con que es, efectivamente, “El amor, asimétrico por naturaleza”, tal como leemos en el poema “Cielito lindo” de Luisa Futoransky?

MA: Si no fuera “asimétrico” sería muy aburrido, tanto como decir “mi media naranja”. Prefiero un entero de octavos diferentes manteniendo su propia libertad de octavo.

 

33: ¿El amanecer, la franca mañana, el mediodía, la hora de la siesta, el crepúsculo vespertino, la noche plena o la madrugada?

MA: Padeciendo fibromialgia y, por lo tanto, insomnio crónico, cualquier hora es buena si puedo dormir. El resto es un regalo.

 

34: ¿Qué dos o tres o cuatro “reuniones cumbres” integradas por artistas de todos los tiempos y de todas las artes nos propondrías?

MA: En vez de reuniones propongo un ring:

Primer round: el ego.

Segundo round: la envidia.

Tercer round: los premios.

Cuarto round: ¡brindemos!...

                        puesto que

                        nos admiramos.

 

35: Seas o no ajedrecista: ¿qué partida estás jugando ahora?

MA: ¡Defendiendo a mi rey!

 


*

 

Cuestionario respondido a través del correo electrónico: en las ciudades de General Rodríguez y Buenos Aires, distantes entre sí unos 55 kilómetros, Mónica Angelino y Rolando Revagliatti.

 

 

 

 

 

lunes, 25 de abril de 2022

COMPILADO - 17 escritores argentinos responden una misma pregunta en este Compilado organizado por Rolando Revagliatti:

 

“¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?”

 

1: NORBERTO BARLEAND: Por cierto, he vivido muchas situaciones irrisorias, algunas para comentar, otras, tal vez, no. Hace muchos años asistí a la presentación de un libro; en la mesa, el autor, el invitado a referirse a la obra y el coordinador del ciclo dentro del cual se produciría la presentación del libro.

Para mi sorpresa, la crítica aguda, filosa del presentador, casi como que no era de su agrado el libro (lo que no sería una actitud para censurar en tanto se puede tomar como de honestidad intelectual ), generó incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de halagos, elogios, cierto facilismo en la interpretación, lleva a caminos que (a veces) no acostumbramos a transitar. Ha sido aquel un acontecimiento diferente. Debo señalar que el presentador hizo una valoración elevada, con sólida argumentación y de modo elocuente del autor, no así del libro que presentaba; más allá de la situación que generó en el momento, hubo una apertura hacia un espacio distinto donde la crítica puede ser un juicio severo, no siempre favorable, para atender y considerar.

 NORBERTO BARLEAND


2: MARCELO DI MARCO: Esta anécdota que protagonicé hace unos veinte años sirve para recordar aquello de que el contexto manda. Al poco tiempo de la aparición de las primeras ediciones de “Atreverse a escribir” y “Atreverse a corregir”, el Departamento de Literatura para Niños y Jóvenes de Sudamericana nos convocó a Nomi y a mí a dar una charla en el mítico edificio de Humberto Primo hoy remozado y convertido en el cuartel general de Penguin Random House―. La charla que debíamos dar mi esposa y coautora y yo estaba dirigida a docentes, potenciales usuarios, en sus aulas, de esos dos libros nuestros. Gigliola Zecchin, más conocida como Canela, creadora del mencionado Departamento, nos iba presentando a los docentes, a medida que llegaban a la sala.
―Ella es jardinera ―comentó, refiriéndose a una de las participantes, y mi respuesta imbécil no se hizo esperar:
―¡Qué bien! Hace unos años, vi un cartel detrás del mostrador de un vivero que decía: “Si quieres ser feliz una semana, cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero”.
―Ella es maestra jardinera ―aclaró Canela, indulgente.
―Ah.

MARCELO DI MARCO


3: FERNANDO G. TOLEDO: No por ser pocas, sino por ser muchas es que no recuerdo ninguna en particular. Ahora se me presenta la siguiente: tras alguna indisciplina en la escuela secundaria, la preceptora y su peor cara me dijeron: “Mañana, si no venís con tu mamá, no entrás a la escuela”. Yo le repliqué, para cambiarle la cara: “Es que mi mamá está en el cielo”. Esperé a que su cara cambiara y cuando iba a pronunciar algo me di vuelta y le completé: “Es azafata”. A pesar de todo ha de haberle parecido bueno el chiste, porque no volvió a pedirme la compañía de mis padres para seguir en el colegio.

FERNANDO G. TOLEDO

 4: DANIEL ARIAS: Corría el año 1978, en pleno Proceso Militar, ya se había disuelto “El Círculo de los Poetas” como organización cultural poética, y muchos de nosotros nos fuimos alejando como un big-bang de cabotaje: Dejamos de vernos casi todos los días para encontrarnos de vez en cuando en alguna peña o en los salones de la Galería Meridiana o en la Casona de Iván Grondona, pero con algunos seguimos el viaje juntos persiguiendo ensueños. Tal es el caso de mi amigo poeta Daniel Cejas, hoy desaparecido, con el cual compartí una experiencia insólita.

Daniel se entera de que en la Sociedad Argentina de Escritores se habían organizado talleres literarios de poesía. En esa época mi esposa, Beatriz Arias, era madre por segunda vez, y con los niños chiquitos mucho no podíamos hacer, por lo tanto, el elegido para averiguar fui yo. Combiné con Daniel Cejas y nos fuimos a la SADE Central, en la calle Uruguay. Nos indican que la clase de ese día ya había comenzado y nos tiramos el lance de ingresar a ella. Golpeamos suavemente la puerta alta y con lentitud la abrimos, pasamos, cerramos y nos quedamos de pie, muy quietos.  Enfrentado a la puerta de entrada, sentado, detrás de un escritorio estaba un señor alto y calvo de ojos claros, rodeado de mesas y sillas con veinte o treinta participantes del taller. Interrumpimos sin decir una sola palabra y el silencio fue inmenso. Todos se dieron vuelta para ver quien entró.

El señor se levanta, también él sin decir una sola sílaba, y se acerca resuelto hacia nosotros y nos pregunta: “¿¡Qué quieren acá!?”, y sus ojos nos clavaron contra la pared. De inmediato extrajo del bolsillo de su saco un revolver plateado y nos apuntó al medio del pecho y a menos de cincuenta centímetros. Daniel dijo algo que nadie entendió y yo, mudo, con la mano derecha detrás de mi espalda logré alcanzar el picaporte, lo giré, abrí la puerta y nos deslizamos afuera, bajamos por las escaleras corriendo y nos fuimos. Todavía estamos corriendo por la avenida Santa Fe y juro que nunca más iré a un curso del poeta Osvaldo Rossler.

 DANIEL ARIAS


5: ALDO LUIS NOVELLI: Situaciones irrisorias, miles o más, pero a la mayoría no las puedo contar porque la memoria es sabia y se las regaló al olvido. De las que recuerdo, hay una de cuando me dedicaba a la caza mayor, eso fue hace mucho tiempo. Después, perseguido por ecologistas y veganos enfervorizados, decidí dedicarme a la caza fotográfica de pájaros.

Dado que intento poetizar todo en la vida, logrando resultados que bien podrían ser parte de situaciones irrisorias, te dejo el poema que relata dicha situación.

 el ars poética del hipopótamo

tus labios de fresa
tus dientes de marfil
tu saliva de licor

esa boca tan cursi
que me provoca
como a un hipopótamo en celo.

de hipopótamos
supe ir de cacería
me escondía detrás de un arbusto
y cuando se acercaba la manada
a beber en la aguada
le aparecía de improviso al último
y con un grito descomunal
le provocaba el susto más grande de su vida.

desaparecido el hipo
el pótamo es un animal
manso y sumiso
casi doméstico
como tu boca.

ALDO LUIS NOVELLI


 6: CARLOS MARÍA ROMERO SOSA: No sé, a veces pienso benevolente conmigo, que mi timidez ha sido algo así como un antídoto contra el ridículo. Pero quizá para muchos no debe haber algo más ridículo que una persona tímida que, por serlo, suele tener gestos torpes.

CARLOS MARÍA ROMERO SOSA

7: DANIEL BARROSO: Era abril de 1983 y habían matado a Raúl Clemente ‘El comandante Roque’ Yager. Nos organizamos, pocos días después, para efectuar una interferencia de Canal 11 a una hora de buena audiencia.

Cada uno se haría cargo de una parte del equipo (básicamente por si caía alguno, que no cayera todo el equipo). El primero en llegar fui yo que empezaría a armar la antena y probar la batería, luego los dos restantes con el transmisor, el casete, cables y etcéteras de conectividad.

Cuando ya estábamos dentro de la casa, en el barrio de Villa Pueyrredón, con todo en trámite de preparación, suena el timbre y Marisa (la compañera dueña de casa) con cara de pánico nos mira paralizada.

Atendé, le dije secamente.

—¡Mis suegros!, logró decir entre ahogos.

Todos se miraron al unísono y empezaron a guardar donde podían todo lo que habían llevado. “De aquí en más hay que improvisar”, dijo uno de nosotros y todos asentimos. “Pero ¿qué podemos improvisar tres tipos desconocidos en la casa de la nuera cuando el marido no está?” dije, mientras rebotaba con la batería desde el bajo mesada al baño y viceversa.

Ya bajo, entonó, casi en un lamento, a quien llamaremos Marisa.

La llegada de los suegros de Marisa nos encontró sentados alrededor de la mesa del comedor, hablando de lo difícil que resultaba cazar avestruces en esa época del año. Casi tropezándose nos levantamos para saludar a la pareja de aspecto “bodas de plata”, a quienes saludábamos estrechándoles la mano, pero con el cuerpo (de la cintura para arriba) torcionado hacia Marisa, haciendo imposible el recorrido sin atropellar sillas o quedar con distensión del nervio ciático. La sonrisa de nosotros tres era una mueca entre chaplinesca y de minusvalía mental, mientras nos amontonábamos como haciendo una barrera para aguantar un chutazo de tiro libre del panadero Díaz.

Bueno, decile a (supongamos) Orlando que nos vemos cuando regrese, así arreglamos la salida a San Pedro, dijo con desgano uno de nosotros.

Eso, las carpas ya están aseguradas, remarcó, casi inaudible (digamos) Benjamín.

Ha sido un gusto, dije yo, mientras nos volvíamos a estrechar las manos en un cruce a lo Laurel y Hardy.

Marisa, nos acompañó hasta la puerta, nos despidió casi a los gritos, no dejaba de suspirar, en realidad estaba al borde del colapso por angustia.

Por suerte, los suegros, se fueron enseguida. Habían llevado “el postre que le gusta a Orlando” para cuando regresara de su comisión de trabajo en el sur. Imprudentemente, el operativo de interferencia se hizo igual, un rato después y un par de llamadas telefónicas de por medio, atendidas como equivocadas por parte de la compañera. El poco tiempo de espera fue en un bar con teléfono de las inmediaciones. Algunos de los parroquianos miraban con asombro a tres dementes que entraron por separado, que ocupaban mesas distintas y que no paraban de reírse.

DANIEL BARROSO


8: ROGELIO RAMOS SIGNES: Siempre tuve la costumbre de hacer brevísimas introducciones antes de leer un poema en algún recital; no para explicar algo (nada hay que explicar) sino para cortar el clima del poema anterior y empezar de nuevo. Eso mismo hacían mis compañeros de lectura durante muchos años: Maísi Colombo, Ricardo Gandolfo y Manuel Martínez Novillo.

Una vez, durante una lectura frente a un público increíblemente multitudinario, una señora que estaba sentada junto a la poeta Fátima Gatti le dijo en tono confesional: “Me gusta mucho más lo que cuentan antes de cada poema, que los poemas en sí”.

Jajajá. ¡Fracaso total!

ROGELIO RAMOS SIGNES

 9: ALEJANDRO MARGULIS: Había un muchacho que iba a poner un restó en la esquina de casa, que da a una avenida de tránsito pesado y rápido donde ningún negocio funciona. A mí me gusta pintar y quería vender un cuadro. Mi argumento para que me comprara una obra hecha especialmente para él fue que, de ese modo, con pinturas como ésa, iba a conseguir que su boliche fuese un sitio de referencia, y que así los clientes iban a acercarse a conocerlo por su decoración, ya que estaba demasiado a trasmano. El muchacho me miró torcido cuando dije eso. Para convencerlo de mi propuesta le ofrecí hacerle una prueba, aprovechando que todavía estaban refaccionando el lugar y que los acrílicos donde el dueño anterior había colocado gigantografías de hamburguesas ahora estaban vacíos. Yo pintaría uno de los acrílicos y él vería después cómo quedaba. Aceptó a regañadientes. Así que ese Yom Kipur en vez de ir a compartir la celebración con mi familia me quedé en casa y durante la noche copié, de una imagen que encontré navegando en la computadora, unas playas inmensas. Pinté el cuadro con un acrílico especial. Y lo titulé NICE. Cuando lo terminé fui a llamar al muchacho del restorán, le insistí para que viniese a casa a verlo y hasta accedí a corregir algunos detalles cuando descubrí el desinterés en su cara. Al día siguiente se lo llevé terminado al restorán; como el desinterés seguía, le propuse que lo dejase durante todo el fin de semana expuesto para que el cuadro pudiese defenderse por sí mismo. “Colgalo y vemos qué reacción provoca”, dije. Pasé un fin de semana en paz conmigo mismo, satisfecho por haber cumplido con mi deber de artista, o con lo que yo pensaba que debía ser el modo de comportarse de un artista. Cuando el lunes temprano pasé por el restorán las mesas de fórmica habían sido cubiertas con manteles violetas largos hasta el piso, servilletas al tono y centros de mesa con flores artificiales. Hacía un calor espantoso y él estaba en la esquina repartiendo volantes del nuevo restó, transpiraba adentro de un elegante traje negro y llevaba los pies apretados por unos zapatos de cuero brillantes de betún, pero no parecía sentirse incómodo por ser el único arreglado de semejante modo en esa avenida donde ninguno de los autos particulares, los camioneros y los taxistas se detenían ahora que ya no estaba la hamburguesería al paso. Me conmovió su entereza y dignidad frente al inminente fracaso. Y me felicité por haber hecho un aporte a su sueño del restorán perfecto y fino en el peor lugar de la ciudad. Me acerqué a preguntarle por los comentarios que había obtenido con respecto al cuadro. “No gustó”, dijo. “¿Cómo que no gustó? ¿A quién no le gustó?”. “A mi señora”. “Pero ¿qué entiende tu señora de arte?”, dije. Silencio. Me di cuenta de que llevaba las de perder y reculé. “Bueno, me lo llevo entonces…”. “¿Cómo que te lo llevás…?”, dijo él y por un instante pensé que había entrado en razón. “Sí, me lo llevo…”. “Ah, no… pero yo necesito el acrílico…”. Me quedé mirándolo. Y por encima de su hombro, al cuadro colocado en la pared, arriba de la caja. La verdad que quedaba precioso. “No entendés”, dije entonces. “Necesitarás el acrílico, pero ahora es una pintura. Una obra”, agregué tímidamente. “Una obra que tiene un valor por sí misma”. De pronto éramos dos los que estábamos transpirando en esa esquina de la avenida. El muchacho dijo en ese momento algo inesperado: “Cuánto vale”. Dije un precio. “Bueno”, dijo y yo pensé que me había quedado corto con la cifra. “Te lo compro”. Entonces entendí. “¿Qué vas a hacer con el cuadro?”, dije. “Nada. Lo voy a lavar y voy a volver a poner el acrílico”, dijo el muchacho. Casi le pego. Pero me reprimí. “No… no podés hacer eso…”. Me pregunté que hubiera hecho Van Gogh en una situación similar. Qué hubiera hecho Picasso. “¿Cuánto cuesta el acrílico?”, pregunté. El muchacho respondió con toda seriedad una cifra. Era el doble de la que había dicho yo. Pensé que mi cuadro estaba cotizando en el mercado, o que ese debía ser el famoso mercado del arte. “Yo te compro el acrílico”, dije. Él aceptó enseguida. Desde ese momento el NICE se convirtió en la pintura por excelencia del living de casa.  

 

ALEJANDRO MARGULIS

10: FRANCISCO ROMANO PÉREZ: Una mañana fría, en mi jardín, me empapó la tristeza. Encontré una mariposa en agonía. La tomé entre mis manos. Gracias, apenas, me dijo. Te dejo mis alas, me dijo. Y partió.

FRANCISCO ROMANO PÉREZ


11: JULIO ARANDA: No del orden de lo irrisorio, pero sí curioso. Fue en 1997 o 1998. Nos invitan, entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una lectura de poemas y nos piden que les adelantemos el material que íbamos a leer, cosa que nos pareció extraño...; entre mis poemas había uno que hacía alusión a los desaparecidos. Lo que no sabíamos era que la lectura se realizaba en la sede de un edificio céntrico que por ese entonces pertenecía al Círculo Militar. Nos citan un par de días antes y “gentilmente” me indican que ese poema no debo leerlo porque el tema estaba muy trillado y bla-bla-bla, y que no lo tome como un acto de censura. Ante mi sorpresa, Jorge Montesano increpa a los dos hombres que nos atendían, diciéndoles que “no vamos a permitir” que nos elijan los poemas, y que si no estaban de acuerdo que borraran nuestros nombres del programa. Los hombres se miraron entre sí, como consultándose, y juro que temí que todo se siguiera complicando. Finalmente, nos devolvieron el material señalándonos que sólo era una sugerencia. Corolario: me di el gusto de leer un poema sobre los desaparecidos en un evento cultural organizado en un edificio que pertenecía al Círculo Militar.

JULIO ARANDA


12: LUIS ALBERTO SALVAREZZA: Situaciones irrisorias:

En París, la familia Desecures nos alquilaba el departamento donde vivimos estando allí. A los pocos días de alquilar nos invitan a cenar. La cena se desarrolló normalmente hasta el momento que nos presentaron la mesa de quesos. Del que debíamos probar uno o dos trozos. Los anfitriones a través de éstos, nos dijeron después, comprueban si el invitado ha quedado satisfecho. Con Adriana probamos pequeños trozos, pero de un montón de quesos. Lamentablemente al otro día, en la clase de Civilización, nos contaron que debíamos ser discretos en esas ocasiones. Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron un montón. La explicación que dimos fue ingenua pero valedera: que no conocíamos muchos de esos quesos, respuesta que les resultó simpática.

La primera vez que me preguntaron su gracia: quedé mirándolo al que me lo preguntó. Un papelón.

El ridículo lo cometo permanentemente frente a los avances tecnológicos. Recuerdo las canillas con censores y mi fastidio: no hay agua. Las tarjetas magnéticas para abrir puertas.

Hacerme el popular haciendo mal uso de los dichos populares y haciendo reír al auditorio. 

 

LUIS ALBERTO SALVAREZZA

13: CLAUDIO F. PORTIGLIA: Viví entre situaciones irrisorias -no todas publicables-, pero una se grabó y me alertó.

Yo escribo desde que tengo memoria. En una economía de escasez extrema, los juguetes que siempre me acompañaron fueron un cuaderno y un lápiz. A veces, también, una cajita de lápices de colores; pero pronto comprendí que los gastaba en vez de invertirlos.

La cuestión es que me pasaba las horas apuntando no sé qué. Solo, por lo general; o con una vecinita. A la remanida pregunta que hacen los adultos acerca de “qué querés ser cuando seas grande”, yo respondía que quería escribir. Mi mamá fantaseaba con que fuera escribano, porque la literatura y la poesía eran ajenas a mi familia nuclear.

Ya en la secundaria y becado por una institución que entrevió mi vocación de periodista, se me recomendó para “practicar” en uno de los diarios de la ciudad de Junín. Por entonces, el más modesto y, además vespertino, que había fundado un reconocido dirigente radical y que sobrevivía a duras penas.

Mi primera tarea consistía en copiar las noticias del diario “La Razón” de la tarde anterior o del matutino local; y “arreglarlas” de tal manera que no parecieran copiadas. Después recorría las comisarías en busca de las policiales que acreditaban los telegramas y, después, pasaba por la secretaría de prensa municipal para recoger comunicados.

Hasta que llegó la campaña electoral, una vez que el teniente general Lanusse, presidente de facto, levantara la veda, y a mí me tocó cubrir todos los actos de “Cámpora al Gobierno, Perón al Poder” que se hacían en los barrios de mi ciudad.

Era un ascenso, por supuesto. Pero, aquí lo irrisorio:

No sólo que nunca me pagaron un centavo por las muchas notas que escribí, sino que para leerme a mí mismo en letras de molde tenía que comprar el ejemplar, porque tampoco me lo regalaban. Y los compraba, claro. Porque la vanidad y el orgullo de “escribir para el diario” podían más que la conciencia de explotación.

Y eso que mis notas ni siquiera salían firmadas. Sólo yo sabía quién era el autor. Sólo yo con mi onanismo intelectual de un chico de 15 años.



CLAUDIO F. PORTIGLIA

14: PABLO INGBERG: De recorrida por el Peloponeso en auto alquilado, llegamos a un alojamiento en Nafplio. Entre mi balbuceo de griego moderno y el de inglés de la dueña, le pregunto dónde hay un supermercado para comprar con qué hacernos la cena. Hay dos, uno pequeño cerca y otro grande un poco más lejos, cierran en pocos minutos. Vamos rápido en el auto a buscar el grande. En una esquina no sabemos si seguir derecho o doblar. En la misma mezcla de balbuceos, le pregunto a un tipo que pasea el perro. Este balbucea un poco más de inglés. Me dice que para aquel lado hay un little. No little, le digo yo, quiero un big, uno grande. Sí, sí, big, para allá, un little. De nuevo: yo: no little; él: no little,  big, little, para allá. No había tiempo, la suerte estaba echada: doblamos por donde nos decía. En un minuto llegamos, justo a tiempo, a un enorme supermercado Lidl: una cadena alemana, desconocida para mí hasta ese momento, que después reencontré en muchas otras partes. Tal vez el tipo todavía se acuerde de aquel sordo que entendía little cuando él claramente decía Lidl.

 

PABLO INGBERG


15: CARLOS ENRIQUE BERBEGLIA: Sí, una digna de tener en cuenta, hace ya muchos años, en el mes de enero, a las orillas del río Cosquín, en la provincia de Córdoba. Me encontraba en un campamento, con mis compañeros estudiantes universitarios de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando se desató un temporal nocturno que hizo salir de cauce al río. A la mañana siguiente las aguas ya habían regresado al lecho habitual, aunque en algunas oquedades restaron charcos.

En uno de esos charcos, que se estaba vaciando porque las aguas se dispersaban, había un pescadito de tamaño menor que un dedo que se debatía, desesperado, porque se le iba acabando el elemento donde sobrevivía.

Procedí a ponerlo entre mis manos en un cuenco con algo de agua y depositarlo en el río propiamente dicho, donde ya no correría riesgo de asfixia alguna...

¡De no creer! En vez de alejarse río adentro se quedó un buen rato dando vueltas entre mis dedos, desde el momento que no saqué la mano del agua, como agradeciéndome que le hubiera salvado la vida, me los rozó una y otra vez y solamente se alejó al yo retirar mi mano de las aguas.

¡Si esa actitud no fue consciente que se la cuenten a la caterva de cuantos todavía se dan el lujo de ignorar la existencia de una mente animal, más valiosa que la de los políticos, economistas, jueces o milicos corruptos que mantienen a la humanidad en el estado lamentable que le conocemos!

 

CARLOS ENRIQUE BERBEGLIA

 16: MARCELO DUGHETTI: En 1997 me habían invitado a coordinar un taller de poesía en una cárcel. Se trataba de una jornada donde confluirían diversas expresiones artísticas en talleres para los internos. Con tremendo temor a cometer torpezas en las cuales me perfecciono día a día, me fui en bicicleta hasta el penal. Me acompañaba un perro chusco que siempre me esperaba a la puerta de casa y descargas eléctricas de una incipiente tormenta que le arrugaba el hocico al más pintado. El penal es como un buque ominoso y, por supuesto, opresivo, encallado en las afueras de mi ciudad. Abrieron las puertas los guardias y también las cerraron: odio el sonido de las puertas al cerrarse. Más o menos se calculaba un tallercito de 40 minutos que, combinado con los otros talleres de pintura, artesanía, música y maquetismo, harían las delicias de los hombres y mujeres privados de su libertad. Cerraría el evento una banda municipal que interpretaría algunos temas de los más influyentes en la pampa gringa: por ejemplo, “¿Quién se ha tomado todo el vino?” de Carlos “La Mona” Giménez. No había, en principio, nadie de la escuela que me recibiera, nadie de la biblioteca del penal, ninguno de los directivos. Pensé que los oficiales o personal subalterno estaría enterado, pero no.

Nuestra cárcel es un cuadro cerrado con torres de control, pero que vista desde arriba semeja una torre de departamentos, desde luego, a lo Dante, como un averno invertido. Bueno, para sintetizar, tampoco llegaron los otros talleristas y la cosa se puso heavy. Aparecieron las autoridades, el director ordenó continuar con los talleres que ahora se habían reducido solo a uno y que por la afluencia de personas se haría en la capilla abandonada del penal. Público cautivo, nunca mejor dicho. Yo nunca había tenido tanta concurrencia en un taller. Pusieron hombres de un lado, mujeres del otro y guardias hasta los dientes. En ese contexto la poesía no quería salir de su cueva ni que le pegaran palos. El taller derivó en una charla, y en una charla entre un pichi que al lado de los internos era un niño de cinco años, personas repletas de experiencias de vida dura y traumática. Finalizando la charla fue el desastre, el sumun de mi torpeza, porque animado por el contexto de capilla y recordando lo que decía un viejo cura, se me dio por decir “Bueno, gente, pueden ir en paz, los dejo libres”. Todos se largaron a reír a carcajadas por la frase y la contestación de una de las reclusas: “Debés ser el único que nos deja libres”. Las risotadas fueron como un coro de ángeles que, como una atmosfera redujo presión y hasta los más fieros guardias esbozaron una sonrisa por la ocurrencia del peor tallerista que jamás hubiera pisado el infierno.


MARCELO DUGHETTI

17: LUIS COLOMBINI: Estando en el inicio de la preparación de una obra de teatro, donde se lee primeramente el texto entre todo el grupo, y estando todos sentados alrededor de una mesa, encuentro en uno de los bolsillos de mi abrigo la manivela plástica para levantar el vidrio del Dodge 1500 que yo tenía en esa época. No sé por qué motivo (concentración, expectativa desmedida), me encontré mordiendo la parte giratoria y haciendo girar lentamente la manivela sin tener presente que soy un hombre de barba y bigote. Al tercer giro empecé a notar que el labio superior empezaba a estirarse y el dolor a tornarse un poco inaguantable. Entonces pensé que los giros iniciales habían sido en el sentido opuesto a la dirección de las agujas del reloj; “sabiamente” me dije: ahora vamos a darle en el sentido del reloj. A todo esto, sólo se escuchaban las voces de los actores leyendo el texto. Comencé a transpirar, el dolor, inaguantable, y yo como un idiota con un remolino de pelos atorando la manivela del Dodge 1500. No tuve más remedio que pegar un grito de auxilio. Escena 1: Todos mirándome con el artefacto colgando de mi cara. Escena 2: Yo corriendo buscando una tijera que me aliviara.

 

LUIS COLOMBINI

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