Por Omar Villasana
Jean Claude se sentó por un momento para recuperar la compostura.
No estaba acostumbrado al hostigamiento continuo del que ahora era víctima. Apenas habían transcurrido tres días desde que puso el primer pie en La Penitenciaría Nacional y ya era el blanco de las burlas de los internos.
Los hombres vagaban sin rumbo fijo dentro de la prisión, pero con la confianza de que por lo menos dentro de ella eran más dueños de los escasos tres metros cuadrados de prisión que les correspondía que de cualquier endeble cuartucho que pudieran habitar fuera de esos muros.
El sol golpeaba implacable dibujando las siluetas de los prisioneros, Jean Claude se secaba el sudor de la frente con un pañuelo que no tardo en cambiar de dueño.
- Vaya, pero que tela tan fina. - dijo Henri, un prisionero de 1.85 m y 95 kg de sólida musculatura.
- Servirá muy bien para limpiarme el trasero, aunque sólo sea una vez.
Jean Claude se le quedó mirando fijamente con rabia contenida.
- ¿Tal vez quieras ayudarme con la tarea? - repuso Henri, retándolo.
Jean Claude no tuvo más remedio que bajar la cabeza.
Su primera experiencia dentro de la prisión fue con otro interno que le pidió dinero. De mala gana ofreció un par de billetes y al notarlo el reo, en agradecimiento, le devolvió un par de golpes al estomago y un puntapié en el rostro cuya cicatriz todavía se perfilaba en el rostro de Jean Claude.
Nadie acudió a su auxilio en aquella ocasión, por eso guardo su enojo.
Nadie levantaría un dedo por él, ni siquiera los guardias.
Los guardias se mostraban más inquietos que Jean Claude.
Muchos de ellos eran ex militares que consiguieron ese trabajo una vez que la milicia fue desmantelada con la llegada de los cascos azules.
Nerviosos caminaban de un lado a otro sosteniendo levemente sus armas.
Algunos de ellos llevaban trabajando más tiempo en la prisión que el tiempo que algunos internos tenían purgando condena.
- Por lo menos sabemos donde se encuentran los criminales - bromeaban entre ellos.
Con mucho cuidado Jean Claude leyó la hora en su reloj.
Las cinco menos cuatro.
Lentamente se acercó a la salida, un guardia le abrió la reja, sin preguntas, sin protocolo.
- Y pensar que todavía me falta más de una semana para terminar las reparaciones de la instalación eléctrica - pensó para sus adentros.
- Merde - murmuró, mientras su figura se perdía en la incertidumbre de las calles de Port au Prince.