lunes, 26 de octubre de 2009

Silencios




Hermanos cristalinos

bordados de penumbra

justifican su trayecto

íntimos



la túnica incrustada de humedad

libera su llanto escondido

cómplice del sueño extranjero

olvida su escasez en la mesa de un café


Por Gloria MiladelaRoca

jueves, 22 de octubre de 2009

183


Por Amílcar Barca


Washington DC. Bajo un sol de lujo, nos ponemos en la cola como corresponde a nuestro rol de viajeros educados. Las puertas gigantes del edificio aparecen abiertas y lustradas en aceite. Minerva, la diosa que surgió del cráneo de Júpiter, nos aguarda solemne en la pared con una esfera de oro entre sus manos: una lección sobre el conocimiento y la codicia se esparce sobre mí y sobre las sienes de la mujer adriática; mi mujer, amante de los incunables y los manuscritos antiguos.

Como ciega, percibiendo el olor de la historia bibliográfica del lugar, sabe que no lejos de nosotros se refugian desde la primera edición de la Biblia de Gutenberg, hasta el original Leaves of Grass de Whitman. Sin embargo, el gentío y la ostentación arquitectónica disuaden nuestro interés por seguir este recorrido. Guiados por el tour que nos ofrecen, subimos al segundo piso. Un pequeño balcón de mármol incita nuestra mirada hacia la planta principal. Sobrecogidos por el círculo perfecto de esta sala, vemos en minúscula a cuatro personas investigando bajo el efecto de la luz cenital de sus lámparas de estudio. El quehacer científico se palpa. Desde su pequeño océano interior, la mujer adriática, deja unas gotas del mismo en sus ojos...aprecio en ella, la envidia que le produce no poder estar en este instante aquí, sentada en la cuna del saber catalogado. Como han podido apreciar, nos encontramos en The Library of Congress. Después de la de Alejandría, la biblioteca más importante que existe y ha existido nunca en este planeta. Por un momento, mi pensamiento se detiene en este deslumbrante espacio circular llamado Main Reading Room. Unas lujuriosas ganas de estar ahí, en este preciso instante, me obligan a tomar el elevador situado a mi mano derecha . Aprieto el botón only staff y entro a mi esposa en el interior de un golpe. Con un clásico “...estás loco” en sus labios, la llevo por error al sótano del edificio. Se abre la puerta: un haz de tuberías y unos pasillos angostos despiertan mi vena transgresora. Debajo de aquel lujo aristocrático del hall, se transpira una vida rutinaria. Unas cámaras facilitan el control del “gran hermano”. Asustados, decidimos subir un piso más arriba en busca de la ambicionada sala concéntrica. Un ordenanza de aspecto enfermizo, nos indica el acceso a ella. Ya estamos frente a la entrada. Desde aquí percibimos el olor a barniz de las butacas y el deseo de estar bajo el amparo de la cúpula. Son las doce y ocho minutos, para ser exactos; quedan cinco horas para tomar el avión de regreso a Miami; la luz empieza su recorrido cenital. Me pongo en una línea e imito a un supuesto investigador que escribe sus datos personales en una lista situada sobre un atril negro. Al momento, enseña una identificación y accede. Después de inscribir mis datos, le sigo y muestro mi licencia de conducir de la Florida. Colocando su mano en mi pecho, un guardia de seguridad me detiene. En un inglés de la zona del Punjab y una batería de gestos en el aire me indica el lugar para tramitar mi autorización; nos deletrea LM104. Advierto desde el índice de su mano que habremos de tomar el ascensor de vuelta y traspasar un túnel que cruza por debajo la calle hasta el edificio Mádison building. Pues bien, regresamos al punto de partida y sobre un suelo de cemento húmedo y pulimentado ...unos funcionarios nos saludan como si fuésemos trabajadores federales. Sin luz posible de ventana pero con infinidad de ventanillas luminiscentes, llegamos al lugar convenido por las siglas. Entramos:“Buenas... soy periodista de Miami y estoy haciendo una investigación sobre la historia de este edificio”, le exhorto a una trabajadora afroamericana. Amablemente, toma una fotografía de mi rostro y unas notas de mis antecedentes. Pido para ir al baño. Con una luz de no más de 40W un viejo con faz de sabio está lavándose sus medias negras en la pileta de manos. Acabados los trámites, sentimos el calor del ID recién horneado en nuestras dedos. Nuestras fotos son hermosamente feas tal y como corresponde al espacio subterráneo donde nos encontramos. (A punto de entrar). Entonces, como si fuéramos dos toreros famosos paseando por la plaza redonda, oímos a escondidas los aplausos de los libros que, con una mudez borgiana, esperan de nosotros una respuesta. Pues bien, entre mis brazos cruzados y el poco aire de mi diafragma, sostengo el primer número de la revista The National Geografic; mi compañera el Liber Vitae Meritorum de Hildegarda Von Bingen, libro que trata de la teología moral en la Edad Media. Dentro de las filas concéntricas donde nos ubicamos, un número que nunca olvidaré, el 183, el asiento asignado para la lectura de nuestras piezas bibliográficas. No es nada y es todo a la vez. Es como el lugar otorgado después de tanta burocracia underground para presidir el templo del conocimiento humano. Hoy 15 de agosto de 2009, habiéndose cumplido los deseos de la mujer adriática y los míos, reconozco no haber escrito un artículo que hablase de la evolución histórica de esta institución. En cambio, sí he explicado como accedí a ella por los vericuetos arqueológicos de sus madrigueras. Los periodistas, a veces, nos traicionamos un poco tan sólo para apreciar el olor que se transpira en un cierto espacio, sin buscar necesariamente ninguna noticia. Éste... bien merecía copiar de alguna manera las técnicas del espionaje clásico. Por cierto, como ya saben, la guerra fría terminó hace un par de décadas y hoy sólo nos quedan tres horas exactas para coger el avión de regreso a la base. Por lo tanto dos palabras mágicas para la despedida: “cambio y cierro”.


viernes, 9 de octubre de 2009

Hiragana





















Por Omar Villasana



No bastaron sedas ni joyas

para saciar tu espíritu.

Absorta,

con celo contemplabas

el sinuoso camino

con que ellos recorrían

presente y futuro a pinceladas.


Paciente fue tu entrega

para reinventar las sílabas

que conformaban tu nombre.

Tu voz,

deseosa de perderse

por siempre

en ideogramas.


¿Cuántas noches

transpiraste el Kanji?


Mientras la tinta

te enseñaba a procrear

el Hiragana,

un amanacer

diste a luz

Genji Monogatari.