“¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O
MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?”
1: PAULINA JUSZKO: La noche que mi perra me echó de casa: Volvía yo de un ágape pasadas las dos de la mañana. El taxi me dejó, cansada y soñolienta, en mi domicilio suburbano. Abrí el portón sin inconveniente, pero cuando quise hacerlo con la puerta de la casa, por más que manipulé la llave, fue imposible. La llave giraba normalmente ¡pero la puerta no se abría! Resistió a mis empujones y a mis puteadas. ¿Qué hacer…? Mis vecinos transitaban su segundo sueño a juzgar por las luces apagadas. ¿A quién recurrir a semejantes horas…?
Me acordé entonces
de Germán, aprendiz de búho, que solía pasar la noche componiendo y haciendo
música. Y que vivía a tres cuadras de mi casa. Hacia allí me dirigí; por suerte
las calles de Villa Elisa son un desierto pasada la medianoche. Después de
mucho tocar la campana-llamador logré que saliera un Germán alarmado de verme e
imaginando quién sabe qué desgracias. La idea era que me acompañara y tratara
de abrir mi puerta usando la fuerza bruta.
Sin embargo, pese
a su buena voluntad, pese a los esfuerzos que hizo con el hombro (empujones) y
las piernas (patadas), la puerta seguía cerrada: visage de bois.
- -Es
evidente que está corrido el pestillo de seguridad del lado de adentro – dijo
Germán.
- - ¿Cómo
es posible – dije yo – si no hay nadie en la casa? ¿O habrá entrado alguien que
tiene llave?
Por las dudas
insistimos con el timbre. Ladró la perra, pero nada más. ¡Eureka! Entonces, por
fin, entendí lo que había pasado: tocaron el timbre, la Bubú se desesperó por
salir, se paró en dos patas y con las delanteras arañaba la puerta a la altura
del pestillo, fue así que sin querer lo corrió.
Germán me disuadió
de llamar a un cerrajero, me propuso que durmiera en su casa el resto de la
noche y decidiera qué hacer a la mañana siguiente, con la cabeza fresca. Lo
conversamos con Cecilia – la mujer de Germán – e hicimos un plan de acción: mis
vecinos tenían a un albañil trabajando en una construcción lindera con mi
jardín trasero; le pediría a ese hombre que subiera al techo de mi galpón para bajar
luego al jardín, entrar arrastrándose por la puerta-ventana del dormitorio (que
yo siempre dejaba algo levantada por si la Bubú necesitaba salir) y descorriese
el pestillo.
Y así fue cómo –
gracias a la buena onda de ese albañil providencial – pude reintegrarme a mis
penates. ¡Qué aventura! ¿Y la perra…? Ni el menor sentimiento de culpa, la
mequetrefa. -Moverías de contento tu rabo si lo tuvieras, ¿eh, crapulona? – la
apostrofé retorciéndole suavemente una oreja.
2: HAIDÉ DAIBAN: Hace ya unos cuantos años, tres
parejas amigas, acordamos viajar juntas desde Buenos Aires hacia Marruecos. La
idea siguiente, fue no desaprovechar la cercanía de España, cruzar hacia
algún lugar pintoresco del sur y así elegimos Torremolinos.
Después del primer recorrido
por Marruecos pintoresco y misterioso, pasamos con el transbordador a España y
avistamos el Peñón de Gibraltar. Y ya en Torremolinos nos presentamos en el
hotel bajo una buena lluvia europea. Como era media noche, no había cocina
abierta y nuestro apetito se tornaba feroz, nos recomendaron un bar cercano,
frente a una hermosa placita de barrio. El dueño del bar, simpático y hablador,
estaba acompañando a dos parroquianos bebedores, y ya achispados, apoyados en
la barra.
Unas campanas de vidrio cubrían variados platos que,
nos aseguró, eran caseros. “¡Entren,
hombre, mi señora cocinó para ustedes!” Dispuso tres mesas y comenzó por
traer aceitunas, creo que de La Rioja, grandes y carnosas.
“Son buenas”, opinó y sin más metió la mano, comió una o dos, como
para darnos coraje y nos sonreímos por el atrevimiento. Luego trajo el vino y
se sirvió una copa, “es bueno, beban”.
Mientras calentaba los pedidos de arroz, garbanzos y carnes, nos relató lo que le sucedió
esa semana, la visita a casa de su madre, mujer mayor y valiente, dijo, por
haberse subido a una silla que colocó sobre una mesa, desde donde se puso a pintar el techo de su sala. “¡Madre!”, le dijo, “qué haces, te matarás”, y en ese momento salió disparado a traer
un plato. Cuando mi marido le reclamó su comida, él le contestó, “ya vendrá, cuando el aparato haga
¡piiiiii! se lo traigo”. El aparato era el microondas. Efectivamente
hizo ¡piiiiii! Y comimos casi por turnos.
Fuera la lluvia era
torrencial, el dueño dijo que apagaría el televisor para que no molestara en la
conversación y tomó su “control remoto”, según él lo denominó, y que era, en
realidad, un palo de escoba.
Apretó desde abajo y apagó la tele colgante. Ese chiste, lógicamente, causó
risa.
Los hombres de la barra
discutieron un poco y el mayor hizo ademán de irse, resbaló sobre un cartón
empapado de la entrada, cayó dramáticamente de espaldas y uno de nuestros
amigos, médico, lo vio pálido y rígido y pensó en una urgencia. “Llame a la ambulancia”, pidió al dueño; éste salió a la puerta y
comenzó a gritar “¡Ambulancia, ambulancia!”.
Más de las doce de la noche,
sin peatones, lejos del puesto de ambulancias, nos causó pavor y gracia, no iba
a llegar la ambulancia. Y en ese momento el accidentado reaccionó y le dijo a
su compañero: “Creías tu que me había
ido”, y movió el brazo hacia arriba, “no,
me aguantarás un poco más todavía”.
Aplaudimos, contentos, y el
hombre se acercó a la mesa y en agradecimiento por nuestra intervención, recitó
un poema de Antonio Machado (lo anunció como si el título fuese ‘El abogao’). Debo decir que nos conmovió, el tema y su voz. A
continuación, se puso a cantar un tango completo, nos miramos, nadie recordaba
toda la letra.
Nuestro amigo médico cobro
bríos y recogió pedidos del postre, abrió por su cuenta la heladerita y
comenzó a hacer volar los helados sobre cada uno de nosotros, los atajábamos en
el aire y entre risas pagamos la cena con show, la que resultó de lo más
barata.
Camino al hotel nuestra
algarabía despertaba a los dormidos torremolinenses. Pese al paso del tiempo, no olvidamos al recitador y mucho menos al risueño
dueño del bar.
3: IRMA VEROLÍN: Otoño de 1992. Yo había vuelto de la
India donde estuve tres meses y viví experiencias asombrosas,
materializaciones, conexiones sincrónicas, sanaciones, testimonios orales
de inusitadas experiencias místicas de personas de todo el mundo, digamos
que traía una cabeza sintonizada con otra realidad. Apenas arribé a Buenos
Aires me encontré con el libro publicado para preadolescentes que
escribí en coautoría con Olga Monkman. La editorial me envió de
inmediato a efectuar la difusión a Bahía Blanca. En aquel momento se viajaba a
la India pasando por Europa, de modo que se tardaban tres días entre los
empalmes de vuelos y las esperas en los aeropuertos. Apenas logré
dormir de a ratos. Esto sumado a los cambios horarios, a la atención excesiva
que hay que tener en aeropuertos hindúes donde a veces ni siquiera se habla en
inglés sino en dialectos locales, lo que sumó más cansancio a mi cansancio.
Debo reconocer que desde que salí del ashram en el sur de la India vivía en un
estado de aturdimiento. En la editorial me dieron dinero y pasajes. Caminé
unas cuadras por una avenida y una supuesta familia en un coche me habló
desde el otro lado de la ventanilla. Me dijeron que iban a hacerme acrecentar
mi dinero. Como yo venía de un espacio mágico, sin tener demasiada
conciencia, le seguí el diálogo. De pronto todo se oscurece o se
emblanquece, no recuerdo bien, entre el diálogo y lo que ocurrió después no
tengo registros. Solo sé que me quedé en mitad de la calle gritando: “¡Me
robaron!”. Por el impacto me quedé sentada en el cordón de la vereda, y me
dediqué a llorar a mares. Adolfo, mi amigo, me dijo que yo era la única persona
que les ponía su plata en la mano a los ladrones y después hablaba
de fenómenos mágicos. Leí algo sobre robos psíquicos, pero la verdad, no
sé muy bien qué pasó. Resultado: repuse el dinero y partí hacia Bahía Blanca.
Al atardecer tuve que realizar los talleres. Eran en total ciento cincuenta
maestras y directoras de escuela. Así es que se dividieron en dos grupos
y los talleres a coordinar fueron dos el mismo día, uno después del otro.
Me colocaron detrás de un escritorio, con los codos apoyados me puse a
hablar. Entonces me encuentro con la cabeza hundida entre mis brazos,
alguien me toca el hombro, me dice: “¿Está usted bien?”. Por lo visto en
mitad de mi charla me quedé completamente dormida, parece que los docentes
permanecieron en suspenso, esperando, luego creyeron que me había desmayado o
algo peor aún. La segunda parte la hice de pie para no sucumbir al sueño,
producto del jet lag de mi reciente viaje.
El libro se
vendió bien, orienté a los docentes a utilizarlo como taller de producción
literaria. Unos meses después, en la esquina donde me robaron el dinero,
encontré el monto exacto que me habían robado tirado en la vereda. Juro que fue
la misma cantidad y en la misma esquina: evidentemente la magia continuó. Y
continúa hasta hoy.
4: PAULA
WINKLER: Soy doña despiste. De joven
era más torpe y obstinada aún. Uno de mis primeros casos importantes como
abogada versaba sobre patentes y marcas. Como me daba vergüenza preguntarle a
algún colega mayor la dirección de la Oficina nacional para averiguar un par de
cosas – el google no existía entonces –, me hice la canchera y le dije a una de
las empleadas de la recepción de la Consultora donde trabajaba que me anotara
adónde ir en un papel pues estaba apurada… Fui: se trataba de otra Consultora,
conocidísima. Cuando me di cuenta del
papelón (al bajar del ascensor “me había mandado” sola), hui despavorida
inventando no sé qué tontera. No me paralicé (por obstinada), entré en un bar
cercano, pedí una guía telefónica y finalmente encontré la Oficina de Patentes y
Marcas. Como una de las recepcionistas me había reconocido de la Facultad, la
anécdota circuló durante largo rato… Menos mal que gané el caso.
Otra: Estamos mi
familia, una amiga y yo en la Parada 16 de Punta del Este. Tomando el sol, no
me digan el porqué, me parece reconocer a un conocido actor francés. Le digo a
mi esposo “allá voy, le pido un autógrafo” (no había celulares entonces) y
entablo, ante el asombro de él y la perplejidad de mi amiga, una improvisada
conversación en francés, fascinada por el casual encuentro. Lo felicito por su
actuación con Romy Schneider. Pero él me contesta (en francés): “Buenos días,
Paula, soy fulano, cursamos juntos Sucesiones y Procesal II, ¿no te acordabas
de mí?”. Etcétera y risas.
Y otra: Camino
con mi yerno (siendo más mayorcita), temerosa de perderme en un copioso bosque
sueco a la vera del mar. Hablamos (en inglés), y yo empujo el cochecito de mi
nieto concentrándome en la playa cercana a Stora Essingen y en un embarcadero
que podría funcionar como punto de referencia... Mi nieto canta feliz, yo hablo
y hablo. Y de pronto, mi yerno me sugiere que vuelva al inglés ante mi largo
soliloquio en castellano (idioma que él no comprende), incluso reclamándole yo
aceleradas respuestas…
5: GRACIELA PEROSIO: Suena el teléfono y atiendo. Una voz estricta pregunta si soy la coordinadora del taller de escritura. Cuando afirmo, me pregunta cómo hace para enviarme los textos que necesita arreglar.
—No, señor, no
trabajo de esa manera. No hago corrección de textos. Se sorprende, hace una
alusión a que si es un taller…. Pensó –algo así me dijo- que era parecido a
llevar a un auto al chapista.
—Sucede, me dice,
que tengo ganado muchos premios. El último, del Rotary Club de Rosario. Pero
siempre me dan el segundo o el tercero. Quiero ganar el primero y si usted…
—Si yo le arreglo
el escrito el premio me lo gano yo, no usted. Se trata de aprender.
No de muy buena
gana terminamos arreglando una entrevista. El hombre de unos 60 años, cuenta
una situación sentimental desgraciada. Un largo noviazgo interrumpido por la
muerte de la mujer. Y este duelo aparece reiteradamente en su escritura. En
fin, por demás delicado. Al conversar acerca del trabajo sobre lo escrito
encuentro poca lectura de escritores conocidos. Más bien, es una persona que
asiste a grupos que se organizan como peñas, con mucho apoyo social y afectivo,
pero donde casi no se hace crítica ni frecuentan las literaturas de diferentes
orígenes. En cambio, se leen mucho entre los asistentes para acompañarse, objetivo
nada desdeñable en esta sociedad tan cruda y violenta.
Pero, para mayor
complicación, Anselmo, que así se llama el aspirante a poeta, se obliga a
escribir sonetos. “Y no me salen ni contando las sílabas, no son todos de 11
¿ve?”
—Es que el contar
las sílabas es una ayuda posterior, primero hay que tener esa música adentro.
Tal vez el soneto no sea lo suyo.
—¡Ah, no!, no me
diga eso. No sirvo para renunciar.
—Le propongo,
entonces, dos o tres clases, en las que solo va a venir a escuchar, sin escribir
nada ni comentar nada.
Como se están
imaginando, hice una selección de sonetos notables desde Garcilaso hasta aquí.
Pasaron dos semanas con sus correspondientes clases y llegó la tercera. Llama a
la puerta. Abro y lo veo venir con un rostro furioso y una valija enorme, con
forma de cofre y bastante pesada.
Pasa y me pide
permiso para apoyar el mamotreto sobre la mesa. “Esto es para usted.” Dice,
enojadísimo. Aquí le traigo todas estas estafas que me han hecho. ¡Pum!, ¡bom!,
¡plaf! - suena el metal sobre la mesa y caen, entre cintas y diplomas, las
medallas, estatuillas, placas y demás.
—Ya me di cuenta
de que mis versos no merecen nada de esto. No hace falta que usted me siga
leyendo. Simplemente, me estafaron y fui muy crédulo.
—No, eso usted no
lo puede saber. Siéntese, por favor. Mire, en este tipo de concurso se trata de
incentivar el entusiasmo de los participantes y generalmente el jurado no tiene
permitido declarar el premio desierto. De modo que, es posible, que lo que
usted presentó fuese mejor a lo que presentaron otros. El tema es con qué otras
escrituras nos seguimos comparando después. Si nos comparamos con Borges y sí,
todos quedamos lejos… Ni uno ni otro extremo, es lo que le recomiendo para
empezar a transitar la escritura y ver si realmente lo entusiasma hacer el
trabajo necesario para mejorarla.
—Lo voy a pensar.
Por ahora, no estoy listo para contestarle. Pero le agradezco que me haya
permitido darme cuenta de la verdad.
Nunca volví a
saber de él. Pero quedé tranquila de que, finalmente se fue en paz y sin que le
haya faltado el respeto a la historia de su pérdida que aún lloraba, que fue,
creo, lo que más me preocupó desde el principio. ¡Quería honrarla con el Primer
Premio!, era evidente.
6: INÉS
LEGARRETA: Creo que esta
anécdota califica. En 1997 había salido publicado mi libro de cuentos “Su segundo deseo” y, entre otras, había
tenido una reseña muy elogiosa en la revista “El Planeta Urbano”. No hacía
mucho que “El Planeta Urbano” se había incorporado al mundo editorial, pero
desde el primer número estuvo claro hacia dónde apuntaba la revista: riesgo,
enfoques poco convencionales en los artículos y entrevistas, notas firmadas por
escritores o artistas reconocidos; modernidad en el diseño y un gran despliegue
fotográfico y publicitario que se manifestaba claramente desde las tapas, todas
con “celebrities” en composiciones irreverentes. De manera que cuando me
llamaron de la redacción para una entrevista de trabajo me sentí halagada y, a
la vez, un poco inquieta. ¿Qué me propondrían? Viajé desde Chivilcoy a Buenos
Aires y fui a la casa editorial que estaba en el barrio de Belgrano; allí me
recibieron Elsa Drucaroff (hacía las notas sobre libros), Sergio Varela (era
editor de secciones) y alguien más, pero no recuerdo quién; saludos,
presentaciones (no nos conocíamos personalmente hasta ese momento) y después de
una charla informal de situación, Sergio Varela me dice más o menos esto: “Bueno, Inés, como nos interesa tu escritura
te queríamos invitar a que colaborases con algunas notas y artículos según se
vaya dando; nos gusta proponer cosas diferentes y por eso pensamos en vos para
una nota sobre el Golem”. Dijo “Golem” y me miró con cara divertida y
expectante. “Ah, El Golem”, y de
inmediato empecé a buscar desde dónde abordar el tema: Borges, sin duda, el
poema de Borges y el acervo de la cultura judía, el significado de esa
creación. Supongo que lo fui diciendo en voz alta porque me interrumpieron, “Esteeee… no, escuchaste mal, no Golem sino
Golden, el Golden de la calle Esmeralda”. Silencio. Yo: “¿Y qué es el Golden de la calle Esmeralda?”
“Un boliche con strippers masculinos,
único y exclusivo para mujeres”. Ahhhhhh. Carcajadas. Yo no tenía ni idea
de su existencia. “¿Te animás?” “Obvio”, respondí. Pactamos condiciones
y fui con dos amigas; nos divertimos mucho y la nota salió redonda. (“Golden
boys”, en el número de abril de 1998 de “El Planeta Urbano”.)
8: ADRIANA
MAGGIO: Estaba
cursando el Profesorado de Castellano y Literatura en el “Joaquín V. González”.
Tendría alrededor de 19 tímidos e hipersensibles años. El Profesorado estaba en
Av. de Mayo y San José, en un edificio viejo, que ahora es hotel. Las escaleras
eran de mármol y estaban gastaditas por los muchos años. Yo iba bajando la
escalera, con mi pollera ajustada, a la rodilla, y mis tacos altos finiiiitos.
En sentido contrario, vi que venían subiendo dos jóvenes muchachos cuya
aparición me puso seriamente nerviosa. Mis delgados tacos resbalaron en el
escalón, y caí de cola con las piernas abiertas y uno de los jóvenes entre
ellas: la falda se subió hasta la entrepierna, y quedaron al aire mis muslos
decorados con el inefable portaligas que se usaba en ese tiempo, para sujetar
las medias de nylon. Sé que el joven me ayudó a levantarme, pero cómo salí de
allí y cuándo volví a poner los pies sobre la tierra, sigue siendo un misterio.
El enorme moretón que se alojó en mis nalgas tardó en desaparecer mucho más
tiempo que mi vergüenza.
9: MARTA BRAIER: Al
promediar la década del 70, en ocasión del cincuentenario del fallecimiento de
Ricardo Güiraldes, el director del Suplemento Cultural del diario Clarín de esa
época, Fernando Alonso, me encomendó una llamada telefónica a Borges, para que
nuestro venerado escritor homenajeara con alguna anécdota o recuerdo al autor
de “Don Segundo Sombra”. Yo trabajaba
en reseñas literarias para el Suplemento y acepté con entusiasmo el encargo
honorífico.
Debía llamar a Borges a las 17.00
horas en punto a su casa y llevar al día siguiente una breve nota. El caso es que yo, con el número de teléfono
que me habían dado anotado en un papelito, entré a una cabina telefónica del
Sanatorio Otamendi, en la calle Azcuénaga, justo a la vuelta del edificio donde
yo vivía, por la calle Paraguay. No tenía teléfono de línea (y no era fácil
conseguirlo).
Cuando el ama de llaves que me
atendió me pasó con Borges, atiné a escribir como pude su relato, conmocionada
por esa voz pausada y única, apoyando el cuaderno en la pared vidriada de la
cabina, mientras una larga fila de personas ansiosas se alineaba aguardando su
turno para el uso del teléfono.
Presa de un nerviosismo in
crescendo, y viendo con preocupación que la fila crecía, agradecí tímidamente a
Borges su colaboración, corté y me refugié eludiendo las miradas en la
capillita del Sanatorio. Allí permanecí un largo rato en busca de amparo. Era
mucho para una jovencita tucumana recién llegada a Buenos Aires recibida de
Profesora en Letras. ¿Quién me iba a creer?
Cuando llevé la anécdota al diario,
escrita con fidelidad absoluta a las palabras del célebre autor de “El Aleph”, me enteré de que Borges ya
la había contado varias veces y que se había publicado. En realidad, lo que
destacaba, con énfasis, era que Güiraldes se había olvidado una noche la
guitarra en su casa.
Yo tardé en recibir el teléfono de
línea y no he olvidado esa voz ni ese momento. Bien vale rubricar este recuerdo
con versos borgianos: “Qué importa el
tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde”.
¿Existirá aún esa cabina?
10: BEATRIZ ARIAS: Cuando mi hijo mayor, Esteban, se
salvó de hacer el servicio militar en 1991, resolvimos festejarlo. Nadie de la
familia lo había hecho por uno u otro motivo.
Fuimos al supermercado con Daniel, mi esposo, y compramos
bebidas y comidas varias para empezar con una picada y seguir con dulces y
sidra bien fría para el brindis.
Cuando llegamos a la caja para pagar, entra un señor de
mediana estatura, pelo corto canoso, con pantalón y campera jean que se acercó al
dueño (el gallego) desde atrás y le apuntó con una pistola en las costillas. Todos
se quedaron mudos y quietos a la orden del desconocido. Menos yo.
Seguí charlando con Daniel como si nada ocurriera y
comenté por qué no nos cobraba el cajero y nos íbamos. En ese momento los
clientes estaban depositando la plata sobre el mostrador, igual que Daniel. Yo
le pregunté por qué lo hacían y me contestó: “Es un asalto”.
Entonces me di cuenta, me paralicé y empecé a temblar. Lentamente
fuimos hacia el fondo del supermercado hasta que el ladrón se fue. Recogimos
los comestibles y volvimos a casa.
Al otro día, volvimos a comprar al súper y el dueño nos
cobró todo lo que llevamos. El festejo lo pagamos dos veces.
11: SUSANA SZWARC: Con los títulos de los
libros me pasaron ciertas situaciones irrisorias. Por ejemplo, llevé a
fotocopiar cuando aún no estaba impreso, poemas de “El ojo de Celán”. Y quien fotocopiaba me preguntó si todo el
libro que estaba escribiendo transcurría en Ceilán, si había estado allí. No
quise incomodar y dije que sí, que estuve allí. No pude evitarlo y agregué que
es un lugar al que voy muy seguido.
12: ZULEMA DE
ARTOLA: Cuento el ridículo
más reciente. Me disponía a enviarle un mensaje por wasap al nuevo
administrador (al que sólo conozco por su fotografía allí) del edificio en el
que vivo. Algo toqué inadvertidamente y en lugar del mensaje le llegó un
sticker: corazones, florcitas, zapatos de mujer, etc. Claro está, luego le
envié otro mensaje, reconociendo mi error (hasta ahora, no recibí respuesta).
13: LAURA SZWARC: Me han sucedido situaciones irrisorias con el
heterónimo An Lu con el que firmo mi poesía.
Por ejemplo, me hablan de An Lu y hasta relatos disparatados sobre ella, desconociendo
que se trata de la misma Laura Szwarc. Pero, ¿acaso somos cada vez los
mismos? Aquí vemos una vez más cómo la identidad se mueve.
14: ANA GUILLOT: La
que me viene a la memoria tiene que ver con mi primer libro. Ya recibida en la
carrera de Letras, ya profesora secundaria y universitaria, me propongo abrir
un taller literario. Al poco tiempo veo un anuncio de la querida Gloria
Pampillo ofreciendo un taller de verano para aprender a coordinar. Y hacia allá
fui. La primera sorpresa fue que muy seria nos dijo: – Nadie puede coordinar un
taller de escritura si no escribe también-. Y ahí nos tuvo: todo el verano
escribiendo diferentes consignas y, por lo tanto, aprendiendo la técnica.
También lecturas, etc. Fue una gran experiencia, pero yo no había ido para
escribir. Siento que la carrera inhibe. Es algo así como: ¿qué puedo llegar a
escribir yo después de haber leído a semejantes maestros?
Sin embargo, escribí. Y ella comenzó a
entusiasmarme. Y tuve mi primer libro. Entonces me pasó el número de teléfono
del inefable editor José Luis Mangieri. Ni mail, menos mensajes de texto, menos
WhatsApp. Nada existía: teléfono. Hace muchos años de esto.
Cita con Mangieri, cafecito, charla, entrega del
manuscrito. -Te llamo en unos días- dice. -Dale- respondo muerta de nervios. Y
así seguí… por más de un mes (mucho más). Claro, debe ser un desastre; claro,
¿cómo le iba a gustar mi poesía?; claro, qué papelón.
Un día junto coraje y lo llamo: -Nena, menos mal
que llamás. Voy a publicarte. Pero otra vez dejame, aunque sea un dato. No
pusiste ni teléfono ni dirección ni nada… En fin: auto-boicot… o las
hermanastras de Cenicienta (que, obviamente viven también en mi interior)
confabulándose en mi contra. Así nació “Curva
de mujer” y acá estamos.
15: ÁNGELA GENTILE: Preguntás si podría contar alguna situación
irrisoria y pensando en alguien de la literatura, me surgió lo que me pasó
con Umberto Eco.
Viajé desde
la ciudad de La Plata a Buenos Aires, enviada por el Instituto de Cultura
Itálica, cuya vicedirectora en aquel momento era Haydée Bencini, directora del
programa “Caffé Ristretto”, que se emitía por Radio Universidad y de la
Revista “Dall´Italia 2000”. Fui con dos grabadores. Logré llegar a Eco (detrás
del escenario del teatro) y justo empezaba la conferencia, así que permanecí en
silencio absoluto hasta que finalizó y le pude formular algunas preguntas.
Todos querían hablar con él, por supuesto. Pero me había olvidado de activar el
grabador, donde debía registrar su saludo para radio Universidad de La
Plata. Entonces lo seguí llamando: -Maestro,
maestro, mi scusa! Se da vuelta y me dice: -Un´altra volta Lei! -se ríe y me invita con un gesto a acercarme.
Le expliqué que me había olvidado de pedirle el saludo para la radio y lo
realiza muy bien predispuesto. Luego me autografía “Opera aperta”, me escribe su dirección postal (porque le había
comentado sobre una adaptación que había efectuado sobre “Le lenti di fra Guglielmo” para usarlo en mis clases) y me dice: -Mi scriva! voglio leggerlo! Y un 21 de
enero me envió una carta con la respuesta.
16: NORMA ETCHEVERRY: En un número del año 2010, de “Facundo”, aquélla buena revista dirigida por escritores de Rosario, salió un dossier titulado “La Plata de los poetas”. No tenía que ver con el dinero, claro, sino con los poetas de nuestra ciudad capital, La Plata. El dossier incluía sendas entrevistas a Néstor Mux, a César Cantoni, y a Gustavo Caso Rosendi, y se plasmó en casa de éste último a instancias de Sebastián Riestra. Recuerdo que esa noche fui invitada pero no pude ir, y ellos, generosos, me incluyeron a su manera: en un apartado titulado “La hermandad de la uva” se mencionaba que algunos poetas platenses se juntaban para compartir libros, lecturas, y también botellas de vino tinto. Y en esas líneas dejaban sentado que la tertulia no era exclusivamente masculina, sino que solía acompañarlos la que suscribe. Recuerdo que me agradó esa forma tan particular de tenerme en cuenta, casi de igual a igual si lo medía con la vara de género, aunque consciente de que el mérito me acercaba peligrosamente al borde de una condición etílica no tan feliz, pero exquisitamente valorada si tenemos en cuenta aquél dicho que le adjudican a Horacio: “No sobrevivirán los versos escritos por bebedores de agua”. Aún guardaba en mi memoria otra anécdota que también tiene su origen en el vino, pero ocurrida muchos años antes. En aquélla ocasión fue Néstor Mux quien me había invitado a casa de José María Pallaoro, a quien yo no conocía, “a comer unas empanadas y hablar de poesía” -me dijo-, por lo cual, me pareció atinado llegar con un presente y qué mejor que una botella de vino. Confieso que entonces no sabía de vinos y compré de pasada una marca que me avergüenza nombrar. Cuando entré a la casa lo primero que vi fue una bodeguita preciosa con un montón de botellas de buen nombre, empezando por el modesto y noble López, que suele revocar más de una cuenta. Luego, me pregunté qué pensaría el dueño de casa de mí, y sólo había dos opciones: o yo no sabía nada de vinos o era muy borracha… no sé qué era mejor. Pero, habiendo pasado los años y también los ríos de tinta y los de vino, ese gesto de los “varones de la poesía” en la revista “Facundo” resultó para mí como cancelar una deuda íntima, puesto que esa amable inclusión saldaba mi ignorancia y me restituía la magia de que el vino es parte de la poesía, como ya sabrían los griegos y particularmente Horacio.