Una de las novedades que trajeron los
’70 a la narrativa latinoamericana fue la irrupción –y posterior notable
difusión- del Dirty Realism, aquel
movimiento literario estadounidense derivado del minimalismo y que tenía
ilustres precedentes, como O. Henry (William
Sydney Porter) y Jerome David Salinger, aunque alcanzó su fase canónica con John
Fante, Charles Bukowski (Heinrich Karl Bukowski), Raymond Clevie Carver, Jr.,
Richard Ford o Tobias Jonathan Ansell Wolff, entre otros.
Desde el
ingreso de esta poderosa corriente mucho de malo y mucho de bueno se sumó a
ella en español o intentó hacerlo; a tantos años de aquel puntapié inicial
vemos que el realismo sucio sigue gozando de buena salud y hasta se permite sus
buenas vueltas de tuerca. Un adecuado ejemplo de esto último es la novela “Los
Mataperros”, (ISBN 978-987-46078-1-2) del argentino Alejandro Frías, con la que
Jagüel Editores (Sarmiento 1740 – Cód. Postal 5501, Godoy Cruz, Mendoza,
Argentina, Teléfono: +54 261 5093367, e-mail: jagueleditoresdemendoza@gmail.com),
de Mendoza, Argentina, acaba de inaugurar su colección “Arriba pasa el viento”.
La novela
conjuga un sólido argumento y todos los recursos narrativos que permite la
mesura característica del realismo sucio –amante de la sobriedad extrema, para
que sea el contexto quien “narre”- con el ritmo y el tempo tan propios del relato cinematográfico; ello hace que “Los
Mataperros” parezca una ventana impresa o una pantalla de cine encuadernada,
que nos permite ver dentro y fuera de los personajes.
En un
suburbio de la ciudad de Mendoza, con una acción que puede trasladarse
fácilmente a cualquier otra área similar de Latinoamérica, una humilde familia
sufre la tragedia de la pérdida del jefe de esta, Mariano Gómez, víctima de un
accidente laboral. Sus hijos encontrarán una salida a la situación intentando
vender drogas en la barriada y el menor, apodado El Verdura, será parte de una
banda que, además, se dedica a matar perros. Los caminos de los incipientes
delincuentes se cruzan con el del líder de una banda rival, el Mono Oviedo, lo
que lleva paso a paso, con un suspenso hábilmente manejado por el autor, a un
final sangriento e inevitable.
Es de
destacar la capacidad de Alejandro Frías para introducirnos en el ecosistema
marginal sin caer jamás en el mero panfleto social ni en la hipócrita condena de personas que son llevadas a
situaciones extremas por imperio de las circunstancias que, en definitiva,
tienen nombre y apellido: el de aquellos que son sus responsables políticos,
sociales y económicos. Antes bien, Frías se aplica a narrar, objetiva y
pormenorizadamente, cuáles son las características y los límites de una de las
formas del infierno contemporáneo.
Es de
esperar que los realizadores cinematográficos tomen en cuenta estos detalles y
podamos muy pronto ver la versión de esta novela en la pantalla grande, porque
al igual que sucede con las obras de Bukowski, “Los Mataperros” nos lleva a
aguardar su realización fílmica, como sucedió con “Storie di ordinaria follia”
(dir. Marco Ferreri, 1981), “Love is a Dog from
Hell” (de Dominique Deruddere, 1987) o “Factótum” (de Bent Hamer, 2005).
Alejandro Frías nació en Mendoza en
mayo de 1969. Trabajó en la revista Diógenes y codirigió las publicaciones
Gogol, Res, Serendipia y Poslodocosmo. Publicó Serie B (libro ganador del
Certamen Vendimia de Cuentos, 2003) y Todos los chicos (2007), además de los
cuentos individuales "El hijo de puta", "Doppelgánger",
"Habitación 954", "El gol con la mano del Chueco Martino" y
"Cuando mis papás discuten por las afeitadoras".
Así
escribe Alejandro Frías:
Diez años tenía el Verdura (aunque aún
no se lo conociera por ese apodo, preferiremos usar este a su verdadero nombre,
tan ajeno a él mismo) cuando vio por primera vez un cadáver. Él solo había
escuchado el llanto y los gritos de su madre, los insultos de Marcos, las
preguntas insistentes de Miguel, y no alcanzaba a entender del todo lo que
sucedía, porque era de madrugada, apenas si algún que otro rayo de sol se
animaba a dar color y forma a las descoloridas y amorfas casas del barrio y ya
el alboroto había colmado las paredes, ya estremecía los ladrillos y los
revoques carcomidos de humedad y descascarados por los golpes. Alguien de la
envasadora, seguramente algún segundón, había hecho sonar el timbre para
despertar a Beatriz, a quien nosotros oiremos nombrar, la mayoría de las veces,
como doña Bety, y ella despertó a Marcos, porque no se animaba a abrir la
puerta a esa hora.
Fueron juntos hasta la ventana que
daba a la calle y, asomándose apenas por entre la cortina, preguntaron quién
era y qué quería a esa hora, o al menos eso hacían entender con dos o tres
palabras.
El hombre de pie en la vereda se
acercó al vidrio y preguntó por la familia Gómez y, tras confirmar que había
llegado al lugar indicado y que no le quedaba más remedio que cumplir con su
encargo, pidió hablar con la señora de Gómez, porque de él, de Mariano Gómez,
su esposo, se trataba lo que debía comunicar. Después vinieron los gritos, los
insultos, las preguntas insistentes. Recién entonces, y para instalarse por
largo tiempo, apareció la desorientación del Verdura, porque fue el único que
no alcanzó a comprender del todo el mensaje del chasqui.
Diez años, como ya se dijo, tenía el
Verdura cuando vio por primera vez un cadáver humano, y justo vino a ser el de
su padre, ajusticiado en nombre de la tecnología por una máquina que no quiso
responder a sus órdenes.
Con el pecho hundido por el golpe que le quitó los
suspiros, el padre parecía más delgado que la última vez que lo vio, la noche anterior, antes de que se fuera a trabajar. La palidez de
Mariano Gómez se le antojó al Verdura como la de la goma de borrar que usaba en
la escuela, y hasta quizás le causó gracia pensar que Gómez terminara pareciendo
una goma, pero solo quizás le haya causado gracia, porque en ese momento no
tenía mucha capacidad para discernir si lo que estaba viendo y sintiendo era
cierto o si apenas se trataba de una sucesión de ilusiones que amenazaban
perpetuarse.
Esa
tarde, en el cementerio, por fin el Verdura dejó escapar algo parecido a un
llanto por un muerto, y si bien lloraba, no lo hacía por su padre, que
comenzaba a ocultarse de una vez y para siempre debajo de la tierra, sino por
la madre, por doña Bety, quien, abrazada y sostenida en pie por su hermana, no
parecía consolarse con la partida del marido hacia los brazos eternos de ese
dios al que lo encomendaba a cada rato, acompañada por una parte del rebaño del
pastor Joaquín, el mismo que, ya entrada la noche, en la misa vespertina,
pediría frente a toda la grey por el descanso del señor Gómez, ya a la diestra
de un dios muy parecido al de doña Bety pero con más diezmos en su haber.
El
Verdura, en definitiva, no pudo entender muy bien lo del padre sino hasta que,
pocos días después de cumplir los once, doña Bety dio unos aullidos similares a
los de aquella mañana en la que el mensajero de la envasadora hizo sonar el
timbre. Esta vez también hubo un sonido prolongado y agudo, un dialogo breve y
los aullidos. Las corridas, el encargo a la vecina de al lado para que cuidara
al más chico, porque ella se iba, así, mal vestida y llorando como estaba, al
hospital con el Miguel, porque al Marcos lo llevaron en ambulancia junto con el Adolfo.
(fragmento, capítulo 2, Los Gómez)