jueves, 16 de abril de 2009

Nos preocupa Lucio

Por Gabriel Impaglione

Despertaba con un largo ronquido, ciertamente feroz, que se extendía lentamente hasta ocupar la casa. Luego, como si se tratara de un cachorro de lobopial, con todo lo que se sabe de su infinita ternura cuando amanecen al amparo de la madriguera sobre la mullida alfombra de vellones, abría los ojos de repente y se rascaba la cabeza.

Nunca se quejó del riguroso horario que imponía el cuidado de la especie y las tantas responsabilidades de la hacienda.

Ese lunes, luego del desayuno, no se calzó las botas de andar por el monte ni el cuchillo en el cinto. Salió descalzo a mirar el jardín y calcular el tiempo.

En días de lluvia los lobopiales no se aventuran al exterior. Y aunque todavía a la distancia no se advierta la llegada del aguacero, los bichos ya duermen cubriéndose con sus colas de zorro y resoplando silbidos casi imperceptibles.

Tardaría Cristina en traer los bidones de leche tratada. Ella sabe que cuando hay agua en ciernes no comen nada. Yo, en cambio, siempre creí que esas pobres criaturas no hacían más que rebelarse al tratamiento carcelario que soportaban. Lo habíamos hablado con Lucio tantas veces. Desde el último ataque dormía vestido, sólo me quitaba los zapatos, y a media mañana, terminada la faena gruesa, volvía a la casa a ducharme y cambiar la ropa. Lucio siempre fue un excelente contador de cuentos, y su especialidad, los chistes relacionados con la naturaleza, era parte de nuestra tradición recreativa sobre todo bajo los aguaceros que solían extenderse varias semanas sobre el caserío.

No había más de doce viviendas, pequeñas, blancas, de suaves ventanas bajo los alerces. La gente vivía de su trabajo en la ciudad, salvo un matrimonio de ingenieros agrónomos que instaló un criadero de sarquídeas moras en su terreno y, no sin esfuerzo, logró colocar toda la producción para una fábrica de candados de Eslovaquia.

Lucio aceitaba un engranaje de la desobstructora general cuando las primeras gotas se hicieron oir con vehemencia sobre el techo de zinc de la casa. Yo lavaba los bebederos frente a la ventana de la cocina, aprovechando para echar el agua del enjuague, rica en nutrientes, sobre la doble hilera de mursalas que eran la verdadera pasión de Cristina.

Ella, todas las tardes al caer el sol, salía con un colador de té a recoger la mínima hojarasca de esos arbustos erguidos como niños flacos. Luego ponía en remojo las delicadas cintas grises que, cuando comenzaban a soltar breves burbujas aceitosas, batía en la procesadora con un puñadito de azúcar, una manzana cortada en dados pequeños y a veces hielo picado. Con qué placer rugía sonriendo cuando su bebida era pronta.

Pero ahora que la lluvia arreciaba, Cristina no hacía más que lamentarse por no haber juntado la hojarasca antes. Nos reímos tanto con Lucio. Ella en tales circunstancias no tenía otra salida que aceptar los mates de él y mis buñuelos de banana.

Lucio a veces dejaba escapar del viejo tocadiscos melodías que, lo supimos luego, sedaban a los lobopiales de manera increíble.

Nos dimos cuenta tarde, después del ataque. Cristina lagrimeando cambiaba la venda a Lucio, que mejoraba lentamente. Esa vez fui yo quien para cumplir el rito de Lucio puso un disco. Entonces la música. Una balada de Miles Davis... y colándose entre las notas melancólicas de la trompeta, uno a uno los agudos alaridos de las bestias que fueron transformándose en lánguidas sombras de un rumor que acabó diluído en nuestra sorpresa. Todos nos miramos, incluso Teresa que estaba a punto de partir y no se movía entonces de la casa, tal vez por el pánico, o la herida que aún le daba impresión cuando caminaba; contuvimos la respiración, mirándonos casi de reojo, sin movernos.

Cristina, que tenía cierta ansiedad o angustia que la movilizaba a extremos insospechables, destrabó el seguro de su Colt y salió rumbo a la zona de madrigueras. Sentimos un silbido como rayo y antes que se perdiera su pincelada de plata estábamos junto a ella. Inmóvil señalaba las madrigueras, mientras contenía sus reflejos en la culata brillante.

Las bestias dormían estiradas, una junto a otra, abrazándose con las enormes colas de zorro, emitiendo un rumor filoso casi imperceptible que lo hallé parecido a cierto viento del sur que se cuela entre las cañas del secadero de tupardas que Lucio construyó en el fondo.

Teresa, antes de irse, nos dejó diagramado el plano para la red de parlantes. Reía. Bueno, todos reímos, en realidad. Fue la primera y única vez en todos esos años que Teresa utilizó conocimientos de su especialidad como Técnico en Audio y Video, en lo que ella llamó el increíble fin de todos mis esfuerzos como estudiante para musicalizar las dormilonas de unas tristes bestias escamosas.

De haber tenido antes la información hubiéramos evitado tantos dolores de cabeza. Pero Lucio no se hacía demasiados problemas. Cristina tampoco.

Con el tiempo terminaron enamorándose. Yo lo veía venir... tanto tiempo juntos, preparando almácigos de sáricas verdes en el fondo, o la leche tratada para los lobopiales... ya lo sabía, aunque nadie dijera nada.

Cristina tenía además una especial curiosidad por las cosas. Siempre admiré esa virtud, sí, es un condición admirable animarse a tantas preguntas. Como si uno no tuviera ya demasiadas.
Teresa tomó largas vacaciones, sanó completamente de su pierna y pudo terminar el doctorado. Ahora está a cargo del Laboratorio de Especies Acuáticas de la Universidad de Belgrado, cada tanto me escribe, manda unas postales que al abrirse emiten sonidos que remiten, indudablemente, al ronco despertar de un lobopial cachorro. Siempre dijimos que era flor de cachada para Lucio, aunque Teresa jamás lo admitió y el mismo Lucio se divierte con la idea, claro.

He descubierto en los últimos meses, luego de repetidos análisis de cierta caspa que sueltan en épocas de celo, que los lobopiales, como sospechábamos con Cristina, son sensibles al polen de las mursalas.

Estamos preocupados. Tres muertes en dos meses es un promedio alto para el índice de mortalidad que naturalmente se registra en estas bestias.

Tratamos de mejorar la leche con algunos compuestos que creemos anularán la incidencia del polen en sus organismos.

Pero no encontramos solución para Lucio. Hace varios días que se siente desganado, y por toda palabra emite un silbido delgado, poroso, semejante al de los lobopiales machos que estan agonizando.

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